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La ley de la gravedad

Recuerdo que en una ocasión, hace algunos años, a consecuencia de un piadoso comportamiento que se practica en algunas instituciones, me encontré sentado, como oyente involuntario, en una conferencia que iba a pronunciar un experto norteamericano en presupuestos públicos. La verdad, pensé al salir, que el referido señor nos había tenido en muy poco al auditorio español, ya que su disertación no había ido más allá de algunos lugares tópicos dictados por el más elemental sentido común. Decía que para hacer un presupuesto era forzoso partir de unos objetivos, previsiblemente situados en un plazo temporal de varios anos; seguidamente, identificados con claridad los objetivos y la parte de los mismos que fuese a llevarse a cabo durante el período siguiente, se debían determinar el conjunto de actuaciones y los medios para alcanzar tales objetivos.Sobre la base de este binomio objetivos-medios, el buen hombre discurrió durante una larga hora, en la cual lo más interesante para nosotros fue, sin duda, el aprendizaje de los giros venezolanos que tan fluidamente utilizaba.

Podrá parecer curioso, y aun a algunos extravagante, que tanto tiempo después de un suceso sin trascendencia éste haya venido a mi memoria con ocasión de la presentación de los presupuestos del Estado para 1982. Y ello se debe a que nuestra Administración, en su quehacer cotidiano, que es, a fin de cuentas, el relevante, todavía olvida esa elemental y obvia enseñanza.

Faltan objetivos

Desde luego, en nuestro país no existe, que yo sepa, ninguna entidad encargada de prever y ordenar la política económica por lapsos superiores a un año. Frecuentemente, tampoco se hace por plazos inferiores. El tan traído y llevado Consejo Económico y Social sigue perteneciendo al mundo de las promesas legales. En definitiva, el presupuesto se hace año a año. ¿Con objetivos anuales?, podrá preguntarse el lector. Le diré que posiblemente, pero últimamente más bien con objetivos «implícitos» que, quizá, sólo los iniciados podrían desvelar. Ciertamente que hace algunos presupuestos estamos «de programa», pero con alumbramientos tan idénticos al padre que cabe pensar que aquí se ha roto la vieja ley darwiniana. En todo caso, hay que reconocer que se trata de un presupuesto compartido. Cada eslabón de esa elemental cadena a que se refería el americano de marras, objetivos-programas-medios, se diseña en nuestro caso en centros distintos. ¿Para evitar concentraciones de poder? Podría ser un argumento.

Los muertos mandan

En realidad, la mayor parte de los objetivos anuales del presupuesto están decididos por los muertos. Jamás la influencia de éstos, como advirtiera Keynes, ha sido tan clara como en nuestro presupuesto, donde todavía pueden distinguirse las diversas capas que constituyen su litosfera. La biosfera viene a ser el aumento nuestro de cada año, sobre el que compiten de forma independiente los distintos ministerios y centros gestores del gasto.

Los objetivos deben ser coherentes y compatibles e insertarse en el marco de una política económica, decía impertérrito el americano. Aquí, en cambio, el que pega primero suele pegar dos veces: aprovéchese una coyuntura, insértese un crédito que el tiempo hará el resto. Frente a este comportamiento, el criterio operativo prevaleciente -de antemano conocido- es que si alguien se pasa, se le corta el crédito, no obstante lo cual, casi por milagro, sigue haciendo lo mismo que venía haciendo.

Los medios deben ordenarse en función de los fines. Sabia norma que aquí practicamos haciendo depender la mayor parte de la política de personal, cuyo coste es el más importante, de un ministerío que poco tiene que ver con el otro u otros que intervienen decisivamente en la elaboración del presupuesto.

Poder difuso

Realmente, después de repasar con frialdad el modus operandi que habitualmente se practica para elaborar los presupuestos, nadie podrá asombrarse de que su déficit sea considerable en opinión mayoritaria, como una especie de incontrolado. Un Ministerio de Economía con bastante poder, pero con menos responsabilidad. Un Ministerio de Hacienda con responsabilidad, pero sin poder. Un poder difuso entre otros ministerios sin responsabilidad, gracias a la defectuosa concepción de todo el mecanismo intervención-contabilidad-control parlamentario. Y, finalmente, un Ministerio de la Presidencia responsable de la mayor parte del personal, bien dispuesto a reorganizarlo, pero, naturalmente, de espaldas al presupuesto, a esos objetivos que decía el americano que deben ser el criterio ordenador de todo.

Con ese panorama, que el sector público resulte poco eficaz y que el déficit resulte tan incontenible es tan natural que bien podría llamarse ley de la gravedad... del déficit.

es economista.

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