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La derecha vuelve a dar señales de vida en Francia tras su derrota electoral

En el mismo momento en que empieza a amarillear el estado de gracia nacional que ha acompañado al presidente François Mitterrand durante los tres primeros meses de su septenio, los ex patronos de Francia vuelven a dar señales de vida. El ex presidente Valéry Giscard d'Estaing y los ex primeros ministros Jacques Chirac y Raymond Barre, cada uno por su cuenta, intentan situarse ante los franceses como futuros posibles recursos para el día que ocurra lo que ellos profetizan: el fracaso estrepitoso de la experiencia socialista.

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En los dos últimos meses, la cota de popularidad de Mitterrand ha perdido nueve puntos. Y la del primer ministro, Pierre Mauroy, cinco. El estado de gracia, la fuerza tranquila y, en suma, la unanimidad nacional mitterrandista de las primeras semanas ya es cosa de actualidad en declive. Al revés, tras el letargo veraniego, lo que palpan los franceses con más inquietud, y lo que les hace fruncir el ceño, son las curvas ascendentes del paro y, de la inflación. El primer ministro, Mauroy, no se engaña y lo repite a diario: "Nuestra gestión será juzgada por los resultados económicos".Esto último nadie lo duda, y menos que nadie, la oposición de derechas. Y muchísimo menos, los tres grandes desaparecidos en medio del vendaval socialista que se desencadenó en Francia la primavera pasada: Giscard, Chirac y Barre. Desde entonces, apenas se volvió a saber más de ellos. Y hoy aún, lo poco que se sabe viene de sus confidentes. Los tres mantienen un mutismo absoluto, porque aún no se han repuesto totalmente del golpe, y porque aún no consideran el momento oportuno.

Giscard va y, viene. Encajó tan malamente su desastrosa derrota que, desde el día siguiente, hubiese querido rehacerlo todo. A punto estuvo de presentarse a las elecciones legislativas, proyectó autoproclamarse como el único recurso de la oposición, pero sus mejores consejeros le frenaron. Y le enviaron a descansar a Grecia, a Canadá más tarde y ahora, dentro de unos días, se irá a Estados Unidos invitado por el ex presidente Gerald Ford. Todo indicaría que, poco a poco, recobra la salud. El viernes, casi a bombo y platillo, organizó una comida en su casa parisiense e invitó a los dirigentes de la UDF, la federación de partidos que le apoyó durante los últimos años y que él desea fundir en una sola formación que le serviría de plataforma cuando vuelva al ruedo político con su filosofía de siempre: el centro liberal. Ilusión varia, por ahora al menos. Esa UDF es un conglomerado heterogéneo de partidos sin estructuras, sin militantes, sin grandes ideas y, sobre todo, es un nido de ambiciones personales, poco propicias para continuar adorando al que fue su dios y que ya no es más que un derrotado que no pocos de ellos consideran como un cadáver.

El alcalde de París, Chirac, en su alcaldía, mantiene una presencia política. Y conservarla en las elecciones municipales de 1983 es su preocupación principal. Pero hasta el momento, como Giscard, ni media palabra, en tanto que líder del neogaullismo. Se ha pasado el verano en SU castillo campestre; su grupo parlamentario depositó una moción de censura al abrirse la sesión en la Asamblea Nacional, y esto para recordarles a los franceses que existe y para reafirmar su convicción profunda: que él es el único jefe de la oposición y, que Giscard es ya historia.

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El tercer hombre de la oposición de derechas es Barre, el personaje mas impopular del giscardismo, el sabio del rigor económico, el universitario que, al inicio del otoño de su vida, descubrió en el cuerpo los demonios de la política. Barre, tras la caída, se refugió en el sur de Francia, convencido de que su testarudez monetarista lo hizo desagradable ante la opinión, pero, al mismo tiempo, le forjó una imagen nacional de hombre serio

La trinidad de derechas comienza, pues, a encarar la dura realidad tras la quiebra histórica del mes de mayo pasado. Pero lo hace perfectamente desunida. Sólo una creencia les hace comulgar y soñar, y esperar, conjuntamente: que la experiencia socialista será un desastre económico para Francia. Y sólo un obstáculo para sus ambiciones les une también: que Mitterrand está ahí para siete años.

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