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Reportaje:

El jugador barcelonista permaneció secuestrado en condiciones infrahumanas

Quini vivió los veinticinco días de su secuestro en condiciones infrahumanas: encerrado en un habitáculo que reunía todas las condiciones precisas para ser una celda de castigo. Sin ventilación, sin higiene, totalmente incomunicado y soportando un altísimo grado de humedad, Enrique Castro se habrá visto afectado por la extrema prueba psíquica y física a la que se ha visto sometido por los secuestradores. Estos habían preparado la operación sin que los vecinos sospecharan, pese a haber visto la caja en la que iba Quini.

En una habitación de 3,50 metros de largo por 2,50 de ancho, con una altura de 2,30, totalmente insonorizada y a la que se accedía por el techo a través de un hueco de 40x31 centímetros, estuvo recluido Quini desde el día 2 de marzo. Puede decirse que era un chiquero -no le faltaba un cristal en la parte superior, por el que los secuestradores vigilaban al jugador-, construido dentro de una habitación que Miguel Díaz y Eduardo Sendina tenían alquilada en la planta sótano de la calle de Jerónimo Vicens, 13, de Zaragoza, por 1.500 pesetas mensuales para efectuar allí reparaciones de motos. Los secuestradores no tenían intención de torturar a Quini. Simplemente levantaron el escondite que creyeron más oportuno sin tener en cuenta que dentro iba a estar un ser humano. Proporcionaron al jugador lo que estimaron más necesario, y en el momento de la liberación de Quini, éste disponía de colonia, cepillo y crema de dientes, una cuña higiénica, un cubo de basura -había un envase de yogur vacío y dos colillas-, jabón y una palangana como únicos elementos de higiene, además de varias revistas de pasatiempos, libros de aventuras y de la colección Temas Clave, entre ellos el título Así nace un niño, un diario deportivo del 23 de marzo -todas las páginas estaban mojadas por la humedad-, un ajedrez, una baraja, dos altavoces, por los que le ponían música, y un televisor portátil. Un colchón de gomaespuma le servía de cama y una manta, para taparse.Uno de los secuestradores dormía siempre encima del habitáculo en el que se encontraba Quini, al que se accedía por un falso techo. Una escalera servía tanto para subir a éste como para bajar a la celda, por cuyo agujera de entrada era introducida la comida. Una vez realizada esta operación se cerraba la portezuela y dos respiraderos proporcionaban entonces un mínimo de aireación, sin que lograran combatir la sensación de ahogo que producía estar en un reducto totalmente enmoquetado e iluminado por una bombilla, cuyo interruptor no estaba al alcance de Quini.

La celda se encontraba dentro de la habitación que habían utilizado desde hacía dos años los secuestradores como taller. Cuando irrumpió la policía, en la noche del miércoles, había agua, vino, bebidas refrescantes, leche, zumos, una botella de champán vacía, once huevos, embutido, pan al que se le quitaba la miga menos al que era para emparedados, quesitos, tomates, latas de albóndigas, fabada y foie-gras, mayonesa, aceitunas, yogures, café instantáneo, azúcar, una cocina de gas portátil y una sartén con una tortilla recién hecha, de excelente aspecto. Vasos y platos de plástico, bolsas de basura, papel higiénico, servilletas de papel, vendas y medicinas para combatir el resfriado componían el resto del inventario, al margen, lógicamente, de los elementos propios con que cuenta un taller en el qué se han reconstruido y reparado motos. El desorden y la suciedad era general, al que contribuían tiradas por el suelo revistas de temas generales entre las muchas que había dedicadas al motor, una mochila, prendas de ropa, un mapa de Estados Unidos, casetes y libros de aventuras. En el centro de la sala aún estaba el cajón de 75 centímetros de largo por 65 de ancho y 105 de alto, en el que Quini había sido conducido desde Barcelona hasta el sótano.

La vecindad nunca sospechó que Quini pudiera estar secuestrado en el sótano. Todo el mundo coincide en señalar que tanto Miguel como Eduardo eran muchachos absolutamente normales. Sólo hubo dos hechos que ahora se relacionan con el secuestro. Casi todos los habitantes de la casa vieron como hace unos meses descargaron un camión de ladrillos; los secuestradores, que ya desde entonces preparaban la operación, comenzaron a construir la celda, y comentaron que, al igual que en sótanos de las casas vecinas, iban a elevar el nivel del suelo para evitar las inundaciones cuando vienen las crecidas del Ebro, ya que las aguas se filtran, pues por debajo pasa el río Huerva. La señora de Andrés, que vive en la entreplanta de la casa, recuerda además otro detalle significativo: «Hace cosa de un mes les vi entrar por la mañana temprano con una caja muy grande y pensé que traían una moto embalada, incluso uno de ellos me dijo: "¡Cuidado, que mancho!». Se supone que esta caja era en la que iba Quini, pero no infundió ninguna sospecha, «porque sí, además, son unos chicos estupendos; eso sí, lo que no nos gustaba es que con eso del taller venían por aquí muchos melenudos y siempre estaba la acera llena de motos».

Avelina, que vive justo encima del sótano donde estuvo secuestrado Quini, nunca escuchó ruidos extraños: «Qué voy yo a imaginarme nada si cuando la policía sacó a Quini creí que se trataba de un maleante que había entrado; ¡como llevaba esa pinta!». Tampoco unos familiares de Eduardo Sendino, que viven en el primero, observaron un comportamiento anormal en los que habitualmente vis¡taban el taller, «sólo que últimamente venían menos y que todas las motos y pandillas que había frente al portal habían desaparecido. Desde hace un mes, aproximadamente, sólo velamos aparecer a Miguel y a Eduardo». Este es un muchacho popular. El barrio está formado por casas de condición modesta, apartado del centro de la ciudad, y todos se conocen. Eduardo Sendino vivió siempre allí y con su amigo Miguel Díaz tenía el taller, por el que también aparecía su hermano Javier, de diecinueve años. Los dos primeros estaban en el paro y el tercero tenía la baja laboral, por accidente, hace tres meses.

Eduardo Sendino no estaba en el sótano cuando entró la policía. Minutos después de que ésta hubiera liberado a Quini, un vecino le vio llegar y observó que al advertir la presencia policial dio la vuelta y, tras caminar unos pasos, echó a correr. Javier Sendino llegó a las proximidades del taller a las ocho de la tarde, acompañado de un amigo; ambos sospecharon que había policías secretas en el barrio y optaron por alejarse, «por si pasaba algo». Miguel Díaz era el que estaba con Quini cuando la policía entró; su suegro manifestó ayer a EL PAIS que les había engañado a todos, «y eso es de canallas; decía que había encontrado trabajo en Tarragona y que por eso faltaba de casa a veces durante las últimas semanas». No obstante, con lágrimas en los ojos, aún no podía creerle, porque «si hubiera sido a Angel Nieto, todavía; pero mira que a un futbolista, si Miguel no sabía lo que era un balón».

Los padres de Eduardo y Javier Sendino abandonaron ayer muy temprano su domicilio. Una hermana de la madre sólo repetía: «No sabemos nada, no sabemos nada».

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