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Tribuna
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Ante una encrucijada

El desarrollo económico español de las últimas décadas estuvo básicamente orientado por criterios de maximización de la tasa agregada de crecimiento, con un horizonte temporal excesivamente corto y una óptica de naturaleza sectorial, prestando una atención sólo marginal a los aspectos espaciales y cualitativos del desarrollo.Sobre este fondo no es difícil percibir que el acceso a la autonomía puede suponer un cambio institucional que incida positivamente en el nivel de bienestar de aquellas comunidades que, aunque menos desarrolladas, gozan, sin embargo, de una clara potencialidad de crecimiento. Esto es, precisamente, el caso gallego, en el que existe un claro y paradójico contraste entre, por una parte, la potencialidad derivada de su riqueza en recursos naturales y humanos, y, por otra, su insatisfactoria realidad económica presente, derivada de una estructura productiva inadecuada.

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En efecto, en primer lugar, la propia existencia de un poder político autónomo supone una poderosa palanca para conseguir, a través de múltiples vías de influencia sobre el diseño de las decisiones económicas a nivel estatal, la efectiva realización de la exigencia constitucional (artículos 40. 1, 13 1.1 y 138.1) de una distribución regional del desarrollo mucho más equitativa.

Las importantes cuestiones de este tipo, a resolver en el próximo futuro, relacionadas con la reestructuración de industrias en crisis, aplicación de la ley de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), integración en el Mercado Común, etcétera, hacen casi suicida el adentrarse en estos nuevos tiempos sufriendo una desventaja negociadora aún más severa que en épocas anteriores. Y esto es lo que ocurriría si no disponemos de un poder político propio que simultáneamente plantee en primer plano los intereses legítímos y comunes de los gallegos, y constituya además un auténtico poder compensador, tanto del retenido por el poder central, como del que se han dotado ya otras nacionalidades, cuya solidaridad interna y potencia económica las hacían ya antes interlocutores más fuertes que Galicia.

En segundo lugar, el nacimiento de una comunidad autonómoma dotada de amplias competencias económicas sobre la totalidad del territorio gallego supone un notable cambio frente a la situación anterior. Situación esta caracterizada por la pluralidad de ministerios y organismos públicos y semipúblicos implicados en acciones relevantes para el desarrollo de Galicia y sin adecuada coordinación de objetivos, por lo que sus decisiones, tomadas casi siempre con un horizonte temporal reducido, se revelaban con frecuencia como incoherentes -intersectorial e intertemporalmente-, al analizarlas conjuntamente con referencia al marco espacial gallego.

Por ello, el acceso de Galicia al autogobierno. Si la configuración y gestión de la nueva comunidad logran ser mínimamente adecuadas, significará un notable avance en la coherencia interna de las decisiones relativas al ejercicio de sus competencias.

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La autonomia como reto

De todo lo anterior se deduce que la aprobación del estatuto de autonomía puede significar una reorientación cuantitativa y cualitativa de la evolución económica gallega, en cuanto que hace posible alcanzar cotas de bienestar superiores a las asequibles bajo la organización centralizada actual. Pero esto, evidentemente, no equivale a señalar que esta posibilidad se realice por la mera existencia del ente autonómico.

La autonomía, en sí misma, no significa mayor desarrollo y riqueza, sino unas reglas de juego, un marco o unas condiciones más favorables para que la imaginación y tenacidad de un pueblo alcance cotas superiores de bienestar. Y dado que la realización de tales potencialidades exige salvar serios obstáculos, apostar a su favor supone -como toda gran decisión-asumir un riesgo. En este sentido puede hablarse realmente de la autonomía como reto y no como prebenda, como desafío y no como sinecura. Considerarla así es, con certeza, la mejor y quizá la única vía para obtener de ella resultados positivos.

Alcanzar esos frutos favorables requiere, al menos, que el futuro Gobierno gallego adopte modelos de dirección y decisión eficientes en la orientación y fomento del desarrollo. Tarea esta ciertamente dificultada por obstáculos que van desde la inercia de las organizaciones burocráticas heredadas hasta la no disponibilidad del necesario soporte técnico-propio.

Por otra parte, dos factores pueden motivar estrangulamientos financieros crónicos que imposibiliten la aplicación de adecuados programas regionales de desarrollo. El primero, la probable resistencia de las comunidades más ricas al sacrifico que para ellas se derivaría de una readjudicación de recursos a favor de la España subdesarrollada. El segundo consiste en la limitación -en términos reales- del crecimiento del gasto público que generalmente se asocia con épocas como la presente, sometidas a la doble devastación del estancamiento y la inflación.

Ambos factores se refuerzan mutuamente en una interacción en la que el primero se suma al segundo en la restricción de fondos con destino a las comunidades menos desarrolladas, en tanto que la recesión económica eleva considerablemente el sacrificio que para las más prósperas se derivaría de un descenso de su posición relativa en la asignación de recursos públicos.

El convencimiento de que el esfuerzo y la inteligencia de los gallegos puede convertir la posibilidad en un hecho supone, para quienes lo compartimos, una justificación adicional del voto positivo en el referéndum, al añadir razones de conveniencia económica a la comprensión de la necesidad de la situación autonómica para la consolidación tanto de la cultura gallega como de la conciencia de constituir un pueblo con características propias e intereses comunes.

Juan Quintas es catedrático de Teoría Económica de la Universidad de Santiago y Diputado de UCD por La Coruña.

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