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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los espasmos de un continente: América Central

«Son seis países: Guatemala, Honduras, Costa Rica, Nicaragua, San Salvador y Panamá, que en los últimos años están al borde, han entrado o recién salen de una guerra civil, como la de ustedes pero mucho más cruenta. Si alguno la evita, será a base de un pacto nacional, muy difícil de hacer porque va en contra de los intereses dominantes».Más o menos, así se expresaba un colega durante la reunión sobre la educación en la década de los ochenta, qué la Organización de Estados Americanos convocó en Panamá durante la primera semana de mayo y a la que asistimos unas veinte personas entre funcionarios y expertos.

El tema de pasillo, era la dislocación de los países de América Central y el Caribe, a la que cada día los periódicos, la televisión, incorporan nuevos datos, espeluznantes relatos. ¿Cuál es la raíz de la crisis? Los más intelectuales trazan un esquema compacto, del que se escapan sin duda aspectos de la vida cotidiana, pero que, en síntesis, parece correcto. La vida en estos países está polarizada en torno a dos corrientes que antes eran notoriamente desiguales, pero que hoy son casi equiparables. La primera consiste en la industrialización a toda marcha, sin rumbo ni plan, que tiene su impulso y modelo en Estados Unidos y se traduce en una coalición de las oligarquías locales, las compañías multinacionales y las profesiones liberales en torno al mito del progreso indefinido y las libertades burguesas. La segunda es básicamente un grito de desesperación y de rabia de los millones que se saben marginados y han adquirido conciencia de rebelión contra la dominación de los primeros.

Hasta hace unos diez años, el mito del progreso y las libertades tenía tanta potencia que podía bloquear la segunda corriente. Desde entonces han pasado muchas cosas. La recesión económica ha frenado la incorporación masiva a las libertades y los consumos que constituian la legitimación popular de la corriente hegemónica e, incluso, ha disminuido las expectativas de los recién llegados a los escalones inferiores de la movilidad económico-social. Por otra parte, la crisis de la energía ha probado la imposibilidad de mantener un sistema indefinido de producción y consumo que constituye la base material del mito de la industrialización burguesa.

Pero además, y eso era obvio para nuestra reunión, la ampliación del sistema educativo ha jugadó una mala pasada al poder. Los países, al tiempo que se industrializaban y urbanizaban, no tenían más remedio que escolarizar a los menores, como requisito y atracción complementaria al esfuerzo de los trabajadores adultos. Peto, a medida que los jóvenes siguen por más tiempo en la escuela, convertida, como entre nosotros, en un gigantesco aparcamiento de menores, se les desarrolla un sentido crítico de la sociedad industrial, p aralelo e incluso superior al consumismo típico de la juventud, que además, en países pobres, tiene poco que consumir. Finalmente, la ,influencia de la cercana Cuba castrísta, el primer país capaz de plantar cara al gigante norteño, a pesar de sus notorias deficiencias, incluso de su aparente fracaso en el episcidio de la emigración, es más profunda de lo que aparece a primera vista. Porque no hay que olvidar que estamos hablando a la vez de mitos y de realidades, de sueños y de pragmatismo, y un componente esencial del proceso, dislocador de la América Central y el Caribe es la humillación y el orgullo colectivos.

Resistencias a la industrialización

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Al fin y al cabo, en esta región es muy profunda la huella de las culturas rurales y, aunque tanto la industrialización como el socialismo nacionalista han secularizado, cada uno a su manera, esas culturas, la herencia latente de un pasado distinto es contraria a entender la vida en términos de esa dicotomía trabajo y descanso, productividad y ocio, en que consiste la proptiesta que se le hace al ciudadano desde la corriente industrializadora. «La vida es algo más que trabajar anónimamente para disfrutar personalmente. Nosotros, que todavía somos tribu rural, añoramos la solidaridad, la participación de las comunidades,pequenas. Es algo que la democracia anglosajona no nos puede dar», continuaba mi amigo.

El reproche unánime se concita contra las oligarquías locales que, so capa de patriotismo, han llegado a un pacto cínico con los intereses foráneos y tienen sus ahorros y su corazón en los modos de vida yanquis. En pocos sitios es tan patente la diferencia de clases como en América Central. Poco a poco, en las ciudades, alrededor de las burocracias, está surgiendo una clase media consumista, en cuya capacidad equilibradora confían los estrategas de la industrialización, pero quedan míles, millones, con un modo de vida marginal, en los arrabales ciudadanos y en el campo.

Ni un día sin tragedias

La dinámica provocación-reacción es permanente. Apenas pasa un día sin tragedias, no sólo en El Salvador, sino en los demás países. Sólo Panamá, con una tradición mercantil larga en torno al canal, parece que puede neutralizar la espiral de la violencia. Panamá es, además, un país sin las etnias marginadas de Guatemala y Honduras, y los panameños son los más vitalistas de la zona, con esa alegría de la fiesta que hacía exclamar a un nativo: «Nosotros, los viernes por la noche, suspendemos la lucha de clases hasta el lunes». Panamá, como Costa Rica, tiene un sistema de información liberal y crítico. Con ocasión de una huelga estudiantil, en que los alumnos de bachiller tomaron el ministerio por unas horas para protestar de los sempiteternos retrasos en nombramientos de maestros, la televisión no sólo informó puntualmente del hecho, si no que entrevistó a los estudiantes.

Un español que lleva veinte años en Nicaragua y es responsable de gran parte de la administración educativa, nos contaba cómo la reconstrucción del país se está haciendo con el mismo estilo que la guerra contra Somoza. La cruzada de alfabetización en beneficio de una población donde sólo la mitad de los habitantes sabe leer, se ha montado con los mismos frentes y nombres de la guerra, y los alfabetizadores se organizan en brigadas, columnas y escuadras. Hasta la geografía se explica en términos de la guerra. Es como un gigantesco y colectivo desquite emocional contra la dinastía somocista, a la que sólo se pudo vencer a fuerza de sangre de jóvenes. Cuarenta mil muertos es mucho precio, aunque el saldo más dramático sea, quizá, los rencores y el desprestigio de sectores como el Ejército, encadenado por una disciplina insensible y ciega y unos intereses muy mezquinos, a semejante dinastía. Por eso cuando los liberales protestan de que el actual Gobierno está bloqueando el pluralismo político, los interesados contestan que, a pesar de su ejecutoria pacífica, tienen miedo a que se les vuelva a colar el somocismo disfrazado de Lbertad de comercio. Es como una espeluznante neurosis.

¿Qué soluciones hay? Uno preguntaba a los expertos. Desgraciadamente, pocas. La dinámica de la explotación y la rebelión tiene ya una tal fuerza, la memoria de unos y otros contiene tantas cautelas, tantos reflejos condicionados, que las cosas no son fácilmente reducibles a una racionalización, ni si quiera de intereses a corto plazo. Y, por otra parte, la gran promesa de la industrialización, con sus beneficios masivos, se desmorona. «El tiempo, el tiempo es nuestra única esperanza», concluía nuestro amigo. Tiempo para que las nuevas generaciones se olviden de lo que ha pasado, de lo que está pasando. Y comiencen otra vez, de nuevo, sin tantos rencores en el alma.

Alberto Moncada es escritor y sociólogo, especializado en educación y desarrollo.

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