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La muerte del ex emperador iraní

Un emperador de ensueño y pesadilla

Ninguno de entre las decenas de reyes, príncipes y jefes de Estado de todo el mundo que presenciaron, en octubre de 1971, la conmemoración de los 2.500 años del imperio persa estará hoy presente en el entierro del sha Reza Pahlevi. El viejo emperador de Etiopía, Haile Selasie, hace mucho que murió, después de perder el poder. Los demás, por miedo al ridículo y a la, falta de petróleo, tampoco irán a despedirle al borde de la tumba.Hace nueve años, en aquella fiesta de opereta que reunió en Persépolis a tanta realeza y que hizo las delicias de la Prensa del corazón, el sha se atrevía a hablar de igual a igual a Ciro el Grande, el emperador que hace veinticinco siglos reinó en una Persia que se extendía desde el Nilo hasta la India. «Ciro,», decía en su discurso el sha, «estamos aquí, delante de tu vivienda eterna, para decirte solemnemente: duerme en paz para siempre, porque nos permanecemos en guardia y seguiremos estándolo pata vigilar tu gloriosa herencia».

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El sha Reza Pahlevi fue el primer hombre de su familia que pudo ir a la escuela. Su padre, Reza Jhan, creador de la dinastía, era un sargento de cosacos, zafio y cruel, que nunca pudo soñar qué niveles de sofisticación alcanzaría la corte imperial durante el reinado de su hijo. Maltratado por su padre y despreciado por algunos compañeros de la selecta escuela suiza en la que cursó la enseñanza media, Reza Pahlevi tuvo una juventud poco gratificadora. Su primera mujer, la princesa egipcia Ahwaz le fue impuesta por su padre, y fue su hermana gemela, Ashraf, la que provocó la serie de crisis que acabaron en divorcio.

Débil de carácter y acomplejado por su pequeña estatura, Reza Pahlevi encontró en el boato la compensación adecuada a sus timideces. En 1967 se autocoronó emperador y comenzó a manifesta de una forma más clara sus manías de grandeza. El haber sobrevivido a, por lo menos, tres atentados le pudo hacer creer incluso en su invulnerabilidad.

En sus memorias, el sha habla de sus visiones religiosas infantiles e incluso confiesa haberse beneficiado de, ciertos milagros. Estos sueños febriles, propios de ese niño enfermizo que fue el ex emperador, se siguieron produciendo a otro nivel durante su madurez.

La triplicación de los precios del petróleo en 1973 proporcionó a Irán dinero suficiente para que el emperador (que ya para entonces se había autodenominado, entre otros enfáticos alias, «rey de reyes» y «luz de los arios») pudiera engordar su ilusión de poder. Reza Pahlevi soñaba con ofrecer a su hijo Ciro la herencia de un país que estaría entre los cinco más ricos.

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El principio del fin

En medio de todo tipo de dificultades, el ex sha comenzaría a cavar su propia tumba política, iniciando un loco proceso de desarrollo económico, que transformaría radicalmente Irán creando fuertes desigualdades económicas e irresolubles tensiones socioculturales.Por otro lado, el país carecía de la infraestructura necesaria, y los sueños de prosperidad del sha se limitaron, en su mayor parte, a ir formando una cadena de despilfarro y corrupción.

La industria armamentista norteamericana logró desviar su producción (a falta de clientes después del fin de la guerra de Vietnam) hacia el mercado persa. El Ejército iraní llegó a ser uno de los mejores armados del mundo. Pero su ineficacia también era notable: nada pudo hacer contra las piedras y los palos que blandían los cientos de miles de simpatizantes de Jomeini.

Gobernando el país como si fuera de su propiedad, el sha se complació en comprar por cientos tanques y cazabombarderos, con el mismo espíritu con el que llenaba de baratijas electrónicas japonesas su palacio de Niavarán o acumulaba amantes y coches caros.

Como la mayor parte de los dictadores, nunca creyó ser odiado por su pueblo, e incluso se consideraba un bienhechor. El sha se marchó de Teherán «para unas breves vacaciones» y ya nunca lograría recuperar el trono. Aquel día de enero de 1979, el rostro del sha mostraba más síntomas de estupefacción que de pena cuando abandonaba la funcional sala de personalidades del aeropuerto de Mehrabad para dirigirse al avión en el que saldría de su país. Para imponer sus sueños, Reza Pahlevi sólo supo utilizar dos instrumentos: la corrupción para unos pocos y la represión para los más. Pero ni uno ni otro lograron permitir la continuidad de la que fue la monarquía más vieja del mundo.

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