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La lección de José Iturbi

Al pensar en José Iturbi me asalta una preocupación: su exuberante biografía puede ocultar lo que en mayor medida fue, esto es, un pianista grande y renovador. Artista cargado de intuiciones, hombre efusivo que juntaba contradictoriamente ensimismamiento y extraversión, luchador tenaz y amigo de la aventura, Iturbi fue capaz de todo: la dirección, la composición, el trabajo cinematográfico en los estudios americanos. En cualquier empresa salía adelante, pero su sino, su verdad, estaba en el piano.Frente al teclado se realizaba como músico y se consolaba como hombre: que la vida le deparó triunfos brillantes, popularidad universal, pero también irreparables desgracias personales. No acabó Iturbi de recuperarse de la muerte de su mujer y de su hija y aún debió ver desaparecer a la que fue su más largo y último fervor: su hermana Amparo, pianista con la que tantas veces colaborara.

Para comprender la grandeza de Iturbi como pianista es inevitable recordar los gustos imperantes cuando inicia su carrera: énfasis, desmelenamiento, cuota de expresión añadida a la que, de por sí, contiene cada música. Iturbi, acaso con el ejemplo cercano del clavecinismo de Wanda Landowska, echa un jarro de agua fría a semejante repertorio epigonal. Como Toscanini en la orquesta, impone principios de sencillez, austeridad, pureza. Como su aparición coincide con el nuevo gusto por las normas clásicas, el arte interpretativo de José Iturbi sintoniza con el espíritu que entonces significaba modernidad.

No es de extrañar, entonces, su predilección por Scarlatti, Haydn, Mozart o Ravel; su afán por purificar las versiones de Chopin, sometido a la caprichosa fantasía de tantos pianistas; su voluntad de «poner eb claro» las intrincadas piezas de la Iberia albeniciana que empezó a amar, de estudiante, junto a su maestro Joaquín Malats; su capacidad para convertir en prodigio las breves e intensas páginas de la Suite española: Sevilla, Malagueña, Asturias.

Era partidario Iturbe de la técnica articulada frente a quienes, en otra línea de modernidad, cultivaban la de «presión interna», que alcanza su cima en Gieseking. Sobre esto hablamos largamente en más de una ocasión. Y me decía: «Me inclino, decididamente, por la técnica de la articulación y no acierto a comprender esa otra técnica de "presión interna", ataque desde los hombros, etcétera. Exagerando las cosas sería tanto como intentar andar sin jugar las piernas. A mi juicio, lo primero es tocar con claridad lo escrito. A partir de aquí pueden levantarse cuantas teorías se quieran. Lo que no quiere decir que esas técnicas no resulten útiles a ciertos fines, como la interpretación de los impresionistas».

De todos modos, Iturbi, liberal por temperamento, jamás pretendió dogmatizar. Creía, con razón, que no existe una técnica que sirva para todos. «Cada uno tenemos la configuración de la mano y demás características puramente fisiológicas, tan diferenciadas como el rostro o el repertorio de gestos. Apuntamos, igualmente cada uno, hacia un determinado "ideal sonoro"; la adecuación de la técnica mecánica a nuestras facultades físicas hasta satisfacer lo que nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad acústica nos exigen determinan, en fin de cuentas, la concreta fisonomía de nuestra técnica».

El «¡deal sonoro» de Iturbi era transparente y sutilmente coloreado; para comprenderlo es preciso integrarlo en un sentido del ritmo tan preciso como falto de rigidez (ese sentido rítmico que hacía de Iturbi, cuando quería, excelente ejecutante de jazz). En cuanto a expresividad, poseía aquella que dimanaba de cada pentagrama en una actitud de íntegra fidelidad. Lo que tiene poco que ver con la frialdad de que a veces fue acusado. ¿Cómo podía ser frío quien reproducía con exactitud el texto y la fantasía de la Sonatina de Ravel, o quien se negaba a la pandereta, sin renunciar a la poesía del color, la geografía y la danza contenidas en Triana o las danzas de Granados?

Iturbi contribuyó, en notable medida, a purificar los aires interpretativos y a crear una conciencia de perfección.

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