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Tribuna
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El dulce encanto del desencanto

Todo pasa. Hasta el famoso «tiempo del desencanto», en que estamos, obsesiva, neuróticamente, viviendo casi desde la muerte misma del dictador o desde muy poco después. Sin que los problemas reales de este país hayan recientemente mejorado (una cosa y otra no tienen, en el fondo, mucho que ver entre sí), parece, no obstante, que la gente empieza a estar ya bastante harta y cansada de esta estéril monserga del encanto y del desencanto, que, por cierto, tanto juego ha dado a escribas y tertulianos en estos últimos tiempos. El llamado «desencanto», aunque alguna relación tenga con ello, no se corresponde, creo, rigurosamente con un planteamiento real, objetivo y crítico de los verdaderos problemas de la sociedad española actual, problemas políticos, económicos, sociales, culturales, etcétera.El desencanto expresa, ante todo, un estado de ánimo subjetivo, aunque contagioso y fácilmente generalizable, producto, en el mejor de los casos, de la decepción, de la desilusión (un tanto pueril, permítaseme calificar) por la disparidad entre lo que uno había imaginado, o deseado, o soñado que iba a pasar en este país una vez cumplido el tan esperado «hecho biológico», y lo que realmente ha pasado o está ahora pasando. Aunque la realidad no fuera tan «negra» como hoy lo es (crisis económica, situación de desánimo, riesgo incluso de guerra mundial, etcétera), y nuestras instituciones democráticas no estuviesen tan «verdes» como lo están, el desencanto seguiría más bien dependiendo -por seguir con el símil cromático- del grado «rosado» de lo que uno hubiera soñado o de lo que dice ahora haber entonces soñado como ideal.

Tal vez en los famosos «cuarenta años» extrapolamos en exceso las hipotéticas influencias de la dictadura franquista (que fueron terriblemente negativas) hacia zonas y cuestiones en las que ya aquélla, en realidad, no intervenía tanto. Se ha visto, por ejemplo, que no había obras geniales durmiendo y esperando su turno en los cajones de los escritores. Desde aquella situación era fácil que la democracia, incluso en sus fases iniciales, apareciera como la gran taumaturgia y salvífica panacea. No estoy en contra de las utopías, pero el perfeccionamiento angenco también tiene sus riesgos y sus neurosis traumatizantes.

No se sabe bien -dirán un día los cronistas- cuándo empezó exactamente el desencanto: no hay estudios fidedignos monografías ni tesis. doctorales sobre ello. Pero parece que empezó muy pronto: la gente, por lo que se ve, estaba deseando desencantarse; debió empezar muy poco después de las elecciones de junio de 1977 o -tengo ciertas pruebas- incluso antes; se incrementó con el proceso del necesario consenso constituyente, y era ya vox pupuli cuando la promulgación de la Constitución, en diciembre de 1978. De entonces a acá no ha hecho sino crecer y crecer hasta llegar un momento, hoy, en que ya prácticamente nadie se atreve a presentarse en público, y casi ni en privado, como no desencantado. Decir que, a pesar de todo, algo muy importante, esencial, cualitativo, ha cambiado desde la muerte de Franco, y, haciendo la crítica al presente, mantener abiertas esperanzas objetivas en las « instituciones », en la Constitución, en la democracia surgida en estas reales condiciones, es considerado como algo poco menos que inmoral, estúpido, vulgar y, sobre todo, impublicable.

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Así, todo el mundo, o casi todo el mundo, se presenta como desencantado: unos, de verdad y con razón, aunque éstos no suelen hablar por sí mismos de «desencanto» -y las palabras tienen su importancia-, sino de cosas más serias y reales, como trabajo, paro, salarios, escasez, pobreza, etcétera; su crítica o su desesperación no debieran nunca confundirse ni instrumentalizar se desde el verbal desencanto de los que incluso están, de hecho, viviendo de él; otros, muchos, que ni viven de él, ni les va ni les viene la cosa, hablan como desencantados, sin saber muy bien por qué: algunos, por puro mimetismo y tontería, porque eso es lo que dicen y diagnostican los oráculos de los «media». Pero se está empezando, creo, a ver que la pasividad del desencanto no resuelve problema alguno, ni los plantea siquiera, y que tal vez todo ello puede incluso acabar beIneficiando a los de siempre.

Esas (con perdón) razones, y el hecho de estar todo el mundo desencantado es lo que ha producido, o está empezando a producir, la crisis del desencanto. La cosa comienza a hacerse aburrida, carente de interés y ha-sta vergonzante. Cualquier recién llegado es ya un desencantado: también -por supuesto, los otrora con la dictadura, encantados y perfectamente encantados están ahora desencantados, aunque les encante, por otro lado, el desencanto de los que entonces no estaban precisamente encantados. En conclusión, que el desencanto está ya al alcance de cualquiera. Había que ser Ortega para decir: «¡No es esto, no es esto!» en los albores. de la Segunda República; hoy, los advenedizos y los infraortegas proliferan por doquier, afirmando y reafirmando como monomaniacos que esto no es lo que ellos habían, más o menos eróticamente, soñado.

Después del desencanto, ¿qué?

Cuando Tierno escribía, allá por los años cincuenta.y sesenta, ya habló -recuerdo- de los «sustitutivos del entusiasmo» y de lo difícil que era encontrarlos. ¿Qué va a pasar ahora, cuando termine el «entusiasmo del desencanto»? ¿De qué se va a vivir, de qué se va a hablar, de qué se va a escribir? Algunos dirán que, por suerte o por desgracia, hay desencanto, y tema, para rato. Pero otros empiezan ya a amirar angustiados hacia el futuro e inquieren, casi amenazantes, de sus oráculos: por favor, ¿después del desencanto, qué?

Después, antes, en, cabe y hasta contra el desencanto, lo que ya hay (en parte) y lo que tiene que haber y fortalecerse -sin soluciones tecnocráticas»- es trabajo serio, análisis riguroso de los problemas, conocimiento a fondo de las cosas, crítica fundada y libre (por lo menos, intento de todo ello) y, de paso, exigencia de responsabilidad, incluso jurídica, para todos. Ya está bien, creo, de lloros y de lamentos «estéticos», cuando no de un vulgar sadomasoquismo con «daños a terceros». Quien tenga algo que decir sobre algo, que lo diga, esté o no equivocado (ya se dice, por supuesto): y quien sepa o crea saber cómo solucionar algún problema concreto (o no concreto), que lo diga también; que diga cómo se hace o cómo se soluciona; al menos, cómo empieza de verdad a solucionarse. Y quien sepa hacerlo, que lo haga: desde luego, si el pueblo le autoriza a ello; nada de salvadores por la gracia de Dios, y ni siquiera por la de sus doctorados en Oxford o en el MIT, gentes que, sin preguntar a nadie, saben siempre «lo que al pueblo le conviene». Todo, como se ve, menos seguir refugiándonos en la pesadez y en la coartada del desencanto, sin formular desde ahí propuesta alguna realmente atendible.

No estoy hablando, evidentemente, de los poetas, y ya sé que, por fortuna, mucho de todo esto se dice, y algo -menos- se hace, pero esto no entra aquí en la cuenta del desencanto. Estos, bien o mal, son los que empujan el carro (en la oposición, en el Gobierno o fuera de una y otro), el carro que lleva dentro todavía la pesada carga de los «obstáculos tradicionales», que aún subsisten y que arrastra a duras. penas a los explotadores nostálgicos del pasado. Y todo esto se mueve -hay que decirlo- sin ayuda o sin toda la ayuda posible y debida, que habría de ser suministrada, también en forma de crítica, pero no de estrambote ignorante, por los pasivos, a veces nada tontos ni incapaces, desencantados.

Los intereses del desencanto

Evidentemente que esto no es nuevo ni se da sólo en nuestro país. La actual crisis de legitimación del Estado (del capitalista occidental y del soviético oriental) tiene no poco que ver, por supuesto, con el hispánico desencanto. Es verdad, pero aquélla está, por lo general, planteada -como un problema de legitimidad- con mayor rigor y objetividad, involucrando cuestiones sociales, económicas, culturales de mucho más fondo; éste, en cambio, casi se hace depender por entero de las malas artes, la ambición de poder o la incapacidad de media docena de líderes o del carácter tortuoso y mezquino de unos cuantos políticos -«politicastros», se decía antes- del Gobierno y de la oposición que consensuan sin pudor o se in.sultan con.agresividad inusitada.

Aunque la historia no se repite, es verdad, no obstante, que en nuestro pasado hemos vivido ya experiencias similares a la actual. Antes aludí ya de pasada a la de la Segunda República. Pero hay otras: hoy vemos, por ejemplo, como muy positiva la Constitución liberal de 1812, la Constitución de Cádiz; a pesar de sus de fectos, y hasta ingenuidades, hasta nos enorgullecemos, creo, de ella. Como, por otro lado, elogian hoy la mayor parte de los no españoles lo hecho aquí desde 1975. Sin embargo (se diría que no hay nada nuevo bajo el sol, pero no es cierto), parece que también aquélla decepcionó y desencantó a nuestros compatriotas de prin cipios del siglo XIX. Y tras aquel desencanto -no se olvide- vino la dura y cruel represión de la reacción fernandina. Un conocido escritor alemán, filósofo y teórico de la sociedad, lo recordaba algunos decenios después, sin olvidar, por supuesto, las críticas que a aquel y este sistema políticos puede y deben hacerse: la Constitución española de 1812, decía nuestro científico y filósofo, «fue recibida con en tusiástica alegría, pues, en gene ral, las masas esperaban la súbita desaparición de sus sufrimientos sociales por el mero cambio de Gobierno. Cuando descubrieron ,que la Constitución no poseía tales poderes milagrosos, las exageradas esperanzas con que fue saludada se trocaron en decepción, y en estos apasionados pueblos meridionales», concluye el orgulloso germano, «no hay más que un paso de la decepción a la cólera». .

Este comentarista, que no parece creer que con un «mero cambio de Gobierno» se produzca la «súbita desaparición de los sufrimientos sociales de las masas», que no parece atribuir a la Constitución «poderes milagrosos», aunque esté lejos de considerarla inoperante para el cambio social, que sensatamente califica de «exageradas» (y, por tanto, después, decepcionantes) ciertas idílicas esperanzas y que, en otras importantes obras suyas, lo que propugna es la necesidad de construir una sociedad socialista que produzca la real. liberación de todos los hombres, no es otro -ya se habrá adivinado- que Carlos Marx, el cual escribió este texto sobre España para la New York Daily Tribune, en 1854 (texto quepuede hoy encontrarse en la colección de escritos de K. Marx y F. Engels Revolución en España, publicados en Barcelona por Ediciones Ariel, 1960, página 134).

La cultura o contracultura del «desencarito» hi trivializado en nuestro país de manera preocupante el decisivo problema de la crisis de legitimación del Estado capitalista actual. Puede incluso decirse que lo ha ocultado y lo ha enmascarado ideológicamente. Y además, a través de su fácil comercialización en los «media», tal doctrina se ha convertido casi en ideología imperante, no mal vista en última instancia en los medios oficiales hay también desencantados en el mismísimo Gobierno y en otras muy altas instancias del poder ejecutivo y del poder económico. Por su carácter desmovilizador, dicha ideología beneficia, desde luego, más al orden establecido o al orden que otra vez algunos quieren, a toda costa restablecer, y nada o muy poco ayuda a las fuerzas políticas, sindicales o culturales, que impulsan y propugnan de verdad un cambio social en profundidad y que están comprometidas en la construcción de una democracia avanzada en nuestro país.

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