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Sobre la ley de circulación de iglesias

Todo el mundo ha quedado muy contento con la reciente ley de Libertad Religiosa. La propia Iglesia católica, que no ha sido citada en ella por su nombre y de manera privilegiada, se siente satisfecha porque sí se la citó de esta forma en la Constitución que es una norma legal superior a cualquiera otra como todo el mundo sabe. Y porque, por lo visto, de lo que se trata es de estar citados. Los «disidentes», como se les llamaba hasta hace poco, entre otros tantos feos nombres, están también que no caben de gozo. Desde el punto de vista formal, en efecto, ésta es la primera vez que una ley en este país no anda haciendo diferencias confesionales y en que se acepta el famoso pluralismo religioso; y, probablemente, lo que se ha hecho con esa ley no es algo diferente a lo que se hizo cuando comenzó a llamarse a los serenos «vigilantes nocturnos», o a los maestros «profesores de EGB», pero ya se ve que la resolución ha complacido al personal. Y nada hay que objetar.Pero la emoción que ha suscitado esta ley de libertad religiosa que desarrolla el correspondiente precepto constitucional ha llevado a decir, incluso, que ya está solucionada la «cuestión religiosa» en España, y la primera reacción que se le ocurre a uno es preguntar: «¡Ah!, ¿pero había cuestión religiosa?» Cuestión o problema de religión política y de clericalismo-anticlericalismo, si, esto es claro. Esta cuestión o problema atraviesa la entraña de nuestra historia y produce segregaciones, orgullos, miedos, sangre y lágrimas. Y estupidez en abundancia, que impidió comprender precisamente la esencia de lo cristiano. Nuestro catolicismo castizo ha sido eminencialmente socio-político y se ha configurado como la mera pertenencia a una casta a nación. La mística y la cavilación teológica han caído aquí, en términos generales, del lado de la heterodoxia, cuando ésta no ha sido a su vez la simple disensión socio-política y por lo tanto religiosa de la casta.

Y hay aún otra razón para preguntarse si en realidad se ha solucionado de verdad esa nuestra famosa cuestión religiosa, o mejor dicho nuestra «cuestión clerical» o, como mucho, de coexistencia de confesiones e iglesias. Porque la solución no puede venir exclusivamente de la ley, es obvio. La ley es necesaria por lo que tiene de pedagogía comunitaria, y, sobre todo, por la garantía de los derechos que ofrece, que al menos servirá para evitar que se puedan llevar a cabo tranquilamente conductas que vayan contra su literalidad y su espíritu. Pero la ley por sí misma no puede acabar con los hábitos individuales y colectivos de intolerancia, que tienen raíces seculares. «Aquí», decía Unamuno en 1900, «hemos padecido de antiguo un dogmatismo agudo; aquí ha regido siempre la inquisición inmanente, la última y social, de que la otra, la histórica y nacional, no fue más que pasajero fenómeno... Todo español es un maniqueo inconsciente; cree en una divinidad cuyas dos personas son Dios y el Demonio, la afirmación suma, la suma negación, el origen de las ideas buenas y verdaderas y el de las malas y falsas.» Y esta inquisición inmanente funcionará, desde luego, todavía por mucho tiempo: todo aquel, ciertamente, en que lo religioso siga funcionando como sociología y política, y lo político como religión, y esto es lo que sigue sucediendo a pesar de todo lo secularizados que se dice por ahí que estamos los españoles.

Lo religioso sigue viviéndose, digo, como sociología y política. Apenas pasa semana sin que alguna voz católica recuerde, para que no se olvide, el hecho o la «fictio juridica» más bien de que en este país todos o la «aplastante » mayoría somos católicos, pero la militancia política es vivida «more religioso» con estrictos dogmas, caudillismos carismáticos, talante de salvación propia y de mesianismo salvador de la colectividad. O bien los señores anticlericales se revelan como una secta de puros o santones muy ateos y laicos en sus formulaciones, pero con una vida ritual tan exigente que les impide sentarse a la mesa con un clérico sin tener que lavarse luego siete veces.

Nuestra vida «espiritual», por llamarla de alguna manera, ofrece desde luego el más abigarrado colorido del mundo, el más ensordecedor vocerío en el que cada voz grita la Verdad que quiere imponer a los demás, que naturalmente son una encarnación demoníaca o por lo menos se encuentran junto al peor de los abismos. Y es más que posible que esta ley de «libertad de cultos», como se decía en el siglo XIX con una locución enternecedora, parezca todavía a muchos, por un lado, un desastre más de la democracia, y, por el otro, algo así como un «ukasse» todavía clerical que impide descatolizar y «des-religiosizar» al país para conducirle a la Luz.

Pero claro está que hay, de todas formas, un motivo también para pensar que esta ley de libertad religiosa va a ser efectiva: la total evacuación de lo religioso de la vida humana, la progresiva reducción de la condición humana, en nuestra sociedad industrial o ya post-industrial, a la mera funcionalidad de productor-consumidor, a máquina biológica en buenas condiciones de rentabilidad y de disfrute de bienes producidos, sin más sonoridades «metafísicas». En este reduccionismo de la familia humana a «vile pecus», ni la palabra libertad tiene, en efecto, sentido alguno; pero los hombres prefieren cualquier cosa antes que la libertad. La mera tolerancia es ya el soportar y cargar sobre sí mismo -«tollere»- la diferencia de «los otros» y aceptarlos, pero la libertad es la confianza en esa diferencia. No es nada fácil, no creo que esto pueda hacerlo una Constitución, ni mil leyes que la desarrollen, e incluso la teología de la libertad religiosa y del ecumenismo del Vaticano II que asumía esa confianza y que aquí no ha tenido tiempo de calar, ya se está desmontando en buena parte. «Tiempos oscuros éstos», que decía Luis Vives.

Sólo que como españoles debemos ser minimalistas, y quizá, después de todo, no podamos pedir a nuestra convivencia que esté mucho más allá del código penal y a una ley de libertad religiosa que el que impida nuevos espectáculos de barbarie e intolerancia. Casi comprendo la alegría de quienes han echado las campanas al vuelo por este simple reglamento de circulación de iglesias y confesiones religiosas.

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