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La Carta Social europea

Ninguna intención, ni especial interés, existió por parte de los grupos parlamentarios del Congreso para que coincidiese, primero en el mismo orden del día y luego, por razones de períodos legislativos, separadamente, pero inmediatamente después, el llamado y discutido Estatuto de los Trabajadores y la Carta Social de Turín. Han sido el azar y la casualidad los autores de tal contingencia.Si se admite a trámite una enmienda transaccional, se puede dar el contrasentido que la Carta Social se apruebe por unanimidad en el Congreso de los Diputados, con casi ningún voto en contra, o posiblemente con algunas abstenciones, cuando el Estatuto de los Trabajadores exigió un largo y tenso debate.

Como se recordará, la discusión sobre la posible ratificación de la Carta Social, en la Comisión de Exteriores del Congreso, estuvo muy animada y fue controvertida. Las diferencias de opinión, entre los diversos grupos, nacían de ciertas interpretaciones que el Gobierno formulaba en un proyecto de declaración y que atañía directamente a jueces, magistrados, fiscales, cuerpos sometidos a la disciplina militar y funcionarios del Estado.

Muchos se podrán preguntar el porqué de estas diferencias en texto legales, que están informados en los mismos principios. Permítaseme que guarde para otra ocasión tan interesante tema, que afecta directamente al mundo del trabajo.

Sólo quisiera ahora, de forma esquemática, recordar la historia y gestación de la Carta Social, porque, quizá así, se entienda mejor las diferencias de uno y otro debate aquí y ahora en las Cortes Generales.

Dieciocho años más tarde que el Consejo de Europa firmara, en Turín, el 18 de octubre de 1961, la Carta Social europea, con el fin de «conseguir una unión más estrecha entre sus miembros, con objeto de salvaguardar y promover los ideales y principios que son su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social», España va a ratificar este convenio internacional que conjuntamente con el convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, firmado en Roma el 4 de septiembre de 1950, constituyen los dos pilares de esa gran institución que es el Consejo de Europa.

El Gobierno español fue consciente de que la profunda transformación originada en nuestro país, después del 15 de junio de 1977, llevaba aparejado un cambio total y completo de todos los aspectos de nuestra vida pública y, por tanto, en el de las relaciones de trabajo. Por eso firmó la Carta Social europea el 21 de abril de 1978. Las elecciones de 1979 paralizaron la ratificación, y el exceso de trabajo de la Cámara hizo que ésta no tuviera lugar hasta febrero de 1980.

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Llegamos en el momento que la Carta Social, junto con el convenio europeo de los derechos humanos, se encuentran a revisión, y modificación. Muchas veces hemos perdido el tren del mundo internacional y, casi siempre, el europeo, llegando a las estaciones con retraso, lo cual ha producido, la mayoría de las veces, alteraciones de equilibrios establecidos, que dan como consecuencia unas negociaciones difíciles y tensas, y otras, como en el caso que nos contempla, ratificamos un convenio que, posiblemente, los próximos años sufrirá profundas alteraciones.

En este sentido, el Consejo de Europa, después de un debate que tuvo lugar durante los días 28 y 29 de septiembre de 1978, aprobó la recomendación 839, después del informe (documento 4.198) presentado por la Comisión de Cuestiones Sociales y de la Salud. En estos debates, la delegación española tuvo algunas intervenciones.

Es lógico que el Consejo de Europa se preocupe -dada la importancia de la carta-, porque ésta no es suficientemente conocida por el público y, sobre todo, por los sindicatos de trabajadores y de empresarios. Con tal motivo organizó, de acuerdo con la resolución 649, un vasto coloquio, que tuvo lugar en Estrasburgo del 7 al 9 de diciembre de 1977. Tengo que recordar que España entró como miembro de pleno derecho en el Consejo de Europa el 24 de noviembre de 1977.

El Consejo de Europa es consciente de que en la Carta Social europea existen numerosas lagunas que hay que rellenar; que es conveniente invitar a los veinticinco Estados miembros a aceptar el mayor número posible de disposiciones de la Carta, y, sobre todo, estamos convencidos de que la protección de los derechos económicos y sociales deben tener una importancia y un valor iguales a los derechos civiles y políticos.

Esta recomendación del Consejo de Europa nos atañe muy de cerca. Hemos elaborado una Constitución infundida en la defensa y protección, no sólo de las libertades y los derechos individuales, sino también de los sociales y económicos. No nos equivoquemos: las libertades y los derechos individuales, así como los económicos y sociales, representan un horizonte sin límites; por mucho que avancemos, siempre descubriremos nuevas etapas y más altas cotas que alcanzar.

No me estoy refiriendo aquí a la idea del progresismo, sobre la que, estoy seguro, tantas diferencias de matiz y de fondo existen, no sólo entre los grupos parlarnentarios, sino entre las diversas personas pertenecientes a dichos grupos. Entiendo el progreso en el sentido literal, que es el de la Real Academia de la Lengua, como aquel partido político que existió en España, que tenla por mira principal el más rápido desenvolvimiento de las libertades públicas. Todo aquello que significa un avance, aunque sea una ruptura con lo anterior, desligada de fundamentos dogmáticos o partidistas, que tienden a horizontes nuevos sin miedo.

Estoy seguro de que la delegación española del Consejo de Europa es consciente de que, para responder a la aspiración social de la Carta europea, debe apoyar su revisión y puesta al día.

Comprendo las dificultades de esta afirmación, no en vano el Consejo de Europa, que fue capaz en poco más de un año después de su lundación de aprobar el convenio de derechos y libertades (4 de noviembre de 1950), necesitó de una larga y laboriosa gestación para elaborar la Carta Social. Empezó el 7 de diciembre de 1951, y hasta julio de 1961 -casi diez años más tarde- no existió el proyecto definitivo. Las diferencias de apreciación, las dificultades de sus diversos proyectos, fueron de todo tipo.

El Consejo de Ministros quería dar al instrumento un carácter fundamentalmente político e ideológico. Todo poder ejecutivo, en general -cualquiera que sea el color de los que lo detentan-, tiende a ser conservador y a evitar modificaciones y riesgos excesivos.

La asamblea, por el contrario, insistía en que el proyecto debía tomar la forma de disposición obligatoria, llevando aparejado un riguroso sistema de control de aplicación.

Al final, ambas posturas encontrarán su reconciliación en un extraño sistema mixto, plasmado en el texto definitivo en artículos como el 20, o en la parte, y en el artículo 31, sobre las restricciones.

En el orden del día de las diversas comisiones, y después en la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, va a estar desde ahora y sobre la mesa, de forma permanente, el tema de su revisión. La delegación española, estoy seguro, apoyará, dentro de la diversidad de opiniones que la caracteriza, la puesta al día de este importante convenio internacional europeo.

Joaquín Muñoz Peirats es vicepresidente del Consejo de Europa y diputado de Unión de Centro Democrático por Valencia.

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