El anatómico Forense, una cronica negra de sesenta años
Cualquier mañana es una mañana gris en el viejo instituto. El granito de los muros, comido por la humedad y el vapor ácido de los tubos de escape, hace pensar en una casa aquejada de viruela. Los rincones son una especie frecuente en el interior; hay rincones inciertos bajo el polvo en las ventanas; rincones señalados por los regueros de agua que han descendido, año tras año, desde los conductos de latón picado; rincones lúgubres y oscuros donde siempre huele de un modo peculiar, quizá a sacristía, quizá a desván o a bodega. Por el olor, perfectamente definible detrás de las puertas, vienen del subconsciente, como en un reflejo condicionado, vagos recuerdos de grutas y de neblina, y se dirla que de un momento a otro va a lloviznar desde la techumbre.En los días más otoñales, el efecto disolvente del aire húmedo hace caer mortero descompuesto sobre una red de circo, preparada para evitar nuevas desgracias. Cuando de pronto se encienden las luces de neón, el viento que pasa por los corredores se antoja un poco más frío que de costumbre, y la morgue se llena de lunas murales; entonces resulta difícil permanecer allí, porque la calma excesiva es una nueva condición morbosa, y los escalofríos son más una señal de alerta que una confesión de debilidad. En la morgue los visitantes miran pensativos, como si estuvieran a punto de recordar algo.
Todo empezó en 1908, cuando el doctor Alonso Martínez, director del Depósito del paseo del Canal, dotado «con una sala de autopsias con buena luz, con dos mesas de disección, agua y alcantarilla», decidió que las instalaciones debían ser trasladadas a la facultad de Medicina de San Carlos. La antigua costumbre de exponer «los cadáveres de personas fallecidas de muerte violenta o por causas desconocidas, o los de personas sin filiación», en algún lugar de los cementerios, los hospitales o las parroquias fue sustituida por la de instalarlos en una esquina del patio de la facultad, junto a una fuente. Al fondo del patio se escucharía a diario, a horas muy concretas, la voz abacial de don Santiago, que empezaba a ganar el Premio Nobel cuando se dirigía a los estudiantes, muy apoyado en el respaldo de su sillón, muy apoyadas sus gafas sobre el caballete de la nariz. En el actual Instituto de Santa Isabel se conservan la fuente de la esquina, una agradable cafetería victoriana con espejos ovales que enmarcan a los clientes como retratos de otra época, las neuronas dibujadas con tiza rosa y blanca por don Santiago Ramón y Cajal, en su última clase; las telarañas y las historias que en los archivos del departamento han ido acumulándose desde los primeros años del siglo.
Accidentes mortales: máxima frecuencia
A primera hora de la mañana, el doctor Espín se despide de su mujer y de sus dos hijas y se dirige hacia el Instituto Anatómico Forense. Con arreglo a una inveterada norma personal, nunca comenta en casa sus experiencias de trabajo, aunque podría explicar, por ejemplo, qué técnicas empleó para embalsamar cuerpos tan inmortales como el de Tyrone Power, que murió en Madrid mientras jugaba a Salomón y la Reina de Saba con Gina Lollobrígida, o el de Bing Crosby, que había tenido en sus brazos a Hollywood y vino a morir a España, abrazado a un palo de golf, o los de distintos prohombres de la política internacional. Los treinta y tantos años de profesión y la presencia de la muerte no le han convertido en un hombre indiferente a los sucesos de sangre. El habitual ingreso de víctimas de graves accidentes laborales o de tráfico está sujeto a protocolos fijos, «pero no cae en la rutina, ni tampoco en la frialdad. Los familiares de las víctimas de sucesos mortales acuden a nosotros sobrecogidos por un hecho que, en general, les desborda. No solemos limitarnos, pues, a practicar la autopsia preceptiva, sino a participar un poco del sobrecogimiento de los deudos. En contraposición con lo que sucede en Norteamérica, donde las familias procuran retrasar los entierros en lo posible, en España suelen precipitarlos. En ocasiones nos piden que certifiquemos un adelanto en la hora de defunción para activar los ceremoniales. Tampoco están los españoles predispuestos a la cremación de los cuerpos de sus allegados. Se diría que quieren preservarlos de algún modo después de la muerte». Diariamente, el doctor Espín atraviesa el patio para tomar el segundo café, a sabiendas de que la jornada va a ser distinta a todas las anteriores.Luego, se apoya lentamente sobre el respaldo de terciopelo rojo de una de las sillas y mira a traves de la balaustrada, como si estuviera a punto de recordar algo.
Treinta años en un instituto anatómico-forense son un almacén de dramas, pero, sobre todo, una oportunidad inestimable de medir los comportamientos humanos en situaciones desesperadas y, en ciertos casos, de medir grandes cambios en las costumbres.
Los suicidas, por ejemplo, han modificado esencialmente el rito de la muerte. Hace veinte años se mataban precipitándose desde lugares muy elevados, preferiblemente desde el viaducto, como si a los desesperados les hubiese sido transmitida la orden de continuar una tradición, o se administraban grandes dosis de venenos activísimos o de efecto corrosivo. El doctor Espín ha tenido que desempeñar la ingrata labor de reconocer los deteriorados cuerpos de los suicidas románticos que se arrojaban al vacío y las violentas expresiones de los partidarios del arsénico y el cianuro.
Los suicidas prefieren una muerte sin sufrimiento
Hoy, empero, las costumbres han cambiado. «Los suicidas eligen métodos que les llevan a una muerte fláccida, sin sufrimiento. Las víctimas de determinadas intoxicaciones deliberadas, a veces por ingestión de sustancias, a veces por inhalaciones de gas, no tienen el aspecto crispado que presentaban los que antaño se envenenaban con cianuro o con compuestos similares. Este es un fenómeno que se observa tanto en América como en España. En Nueva York, los barbitúricos han desplazado al Empire State, como en Madrid han desplazado a la calle de Bailén. Dos tubos de aspirinas y dos copas de coñac son el menú universalmente aceptado para el más largo viaje. Se diría que, en lugar de vengarse en sí mismos con una muerte violenta, los suicidas contemporáneos han resuelto dormir indefinidamente.En cambio, no han conseguido modificar el itinerario. Hasta ahora siguen haciendo una escala en Santa Isabel.
Cuando el doctor Espín hace un inventario de un minuto entre los medallones de cristal y las ensaimadas, selecciona instintivamente los homicidios que violentaron a la opinión pública, y decide que el pueblo conserva un sentido trágico de la muerte que le hace detenerse ante los más cruentos ceremoniales. No obstante, hasta el depósito han llegado también víctimas de crímenes fríos, asesinatos pactados en voz baja por una disparidad de criterios sobre una cuenta corriente, y organizados más tarde, entre whisky y whisky, frente a una mesa de juego. En el crimen mercantil, las investigaciones, suelen llevar a una historia que empieza en una discusión y termina en un pistoletazo.
Notas para un bestiario
La pistola es la herramienta específica de los ajustes de cuentas, y el arma blanca, la de los crímenes pasionales. «Los sucesos de sangre motivados por celos, o por otros sentimientos de ese orden, entran en una tipología muy concreta: en ellos, el criminal parece actuar como si en su mente luchasen emociones encontradas, circunstancia que les induce a hacer alternativamente demostraciones de ferocidad y de cariño, que se manifiestan en pequeños signos, perfectamente apreciables en la mesa de disección o en el propio escenario del hecho. Recuerdo el caso del hombre del baúl, un homosexual a quien, una vez muerto, su pareja seccionó las piernas a la altura de la rodilla y, paradójicamente, le lavó en la bañera, antes de guardar sus restos en un arcón. En el crimen pasional se descubre también esa obsesión del homicida por rematar a su víctima con el hacha o con el cuchillo. El asesino nunca se conforma con asestar una sola puñalada; siempre da muchas más de las necesarias para matar.» En los crímenes pasionales, el asesinato parece ser sólo un último acto de la pasión.Antes de encapuchar su pluma estilográfica, cargada con tinta negra, el doctor Espín se abrocha su americana a cuadros y mira de nuevo bajo el pasamanos del café. Como en cualquier otra mañana, ante él aparecen el patio interior, la fuente que no cesa y la antigua esquina ardiente y, a continuación, recuerdos fugaces de crímenes impunes, «como el de la suegra de Kiko Ledgard, cuyo origen, la asfixia, se descubrió gracias a un excelente trabajo del doctor Martínez Piñeiro»; de crímenes ostentosos, de los que un día acaban en un libro o en un filme, o crímenes modestos, cuyas historias apenas valen cuatro líneas y, en condiciones favorables, un estremecimiento de los hipersensibles.
Edificio adentro reaparecen puntualmente un olorcillo crónico a formol, los rincones y una pátina gris que lo envuelve todo.
Y a pesar de todo, el doctor Espín aún acierta a decir algo cuando va a entrar en su despacho. Dice: «Buenos días.»
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.