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Tribuna
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El asalto a La Meca, un hecho traumático para todo el Islam

Cuando los rigurosos censores del cine y la televisión saudíes evitan las efusiones amorosas de Popeye con su novia Oliva y sustituyen los fotogramas incriminados por imágenes de La Meca y voces en off con versículos de El Corán sólo cumplen con el estricto deber que impone el sistema político y, social instaurado por los wahabitas en el reino: allí no hay Constitución escrita porque El Corán es la respuesta a todos los problemas y no se necesita.Tampoco hay Parlamento, sino un extraño y eficaz consenso entre los jefes de familia y los notables, dinamizado por la Corona, ocupada por aquel a quien se elige de un modo discreto y eficaz entre los descendientes del fundador, el genial Ibn Saud, El Grande.

País donde nunca pasa nada por excelencia, Arabia Saudí no conoce huelgas ni conflictos sociales, no hay complots ni partidos, los reyes son enterrados modestamente cuando mueren y sustituidos por la mecánica robusta y práctica de la familia real, y el tiempo pasa allí más apaciblemente que en cualquier otro rincón del vasto mundo árabe.

Hay que cerrar los ojos e intentar imaginarse el trauma trágico que en este cuadro significa el asalto de un grupo de renegados contra la gran mezquita de La Meca, el lugar más santo de los santos lugares, de los que los reyes saudíes son custodios y cuya protección es el mayor honor de la familia.

El lacónico comunicado difundido el jueves por el ministro del Interior, el influyente emir Naif lbn Abdul Aziz, no dio ninguna información sobre víctimas o, menos aún, sobre la naturaleza verdadera del hecho, cuya relación con la situación interior en el reino es, por tanto, meramente hipotética.

Respetar a los creyentes

Aparentemente, los ulemas (doctores de la ley) dieron alguna clase de luz verde al poder para desencadenar una enérgica operación militar contra los asaltantes. Era precisa para actuar sin infringir el principio de que en el sagrado recinto no puede ser sacrificada criatura alguna -fuera de los animales domésticos necesarios a la alimentación humana- y, mucho menos, un creyente.

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La confesión de la fe es uno de los cinco grandes principios musulmanes y la base misma de la fraternidad árabo-islámica. Es imposible saber si los «extranjeros» presentes en la operación son árabes o no. Si es lo primero sería más preciso decir que son «no saudíes», porque un árabe, sobre todo si es de la península Arábiga (es decir, un verdadero árabe) no es un extranjero en otro país árabe.

El respeto a los creyentes retrasó una operación que, de otro modo, habría líquidado de un plumazo la poderosa Guardia Nacional, ejército paralelo que dispone de un sistema de comunicaciones propio, de sus propios stocks de armas y de una autoridad que escapa al control del Ministerio de Defensa: la Guardia Nacional es el feudo del emir Abdalá, segundo, vicepresidente del Gobierno, segundo hombre fuerte del régimen y descrito generalmente como inspirador del ala tradicional y «antiamericana» del régimen.

El primus inter pares es el emir Fahd lbn Abdul Aziz, ese hombre sanguíneo y risueño, confiado y seguro de sí mismo, príncipe heredero y primer vicepresidente del Gobierno. En Arabia, por definición, el rey es primer ministro, pero es obvio que en la situación presente, el rey Jaled, hermano del llorado rey Feisat, quien está mucho más a gusto bajo la tienda cazando con sus halcones en el desierto que en medio de los temas políticos y capitalinos, ha delegado muchos de sus poderes en Fahd y que éste es el virtual jefe del Gobierno y toma las decisiones fundamentales.

Las corrientes y la legitimidad

Fahd, según testimonios muy reiterados, habría sufrido un cierto eclipse político a primeros de este año y se evocó abiertamente su pérdida de influencia, que los hechos no han confirmado. Estaba en Túnez, en la cumbre árabe cuando sobrevine, el asalto a La Meca, y Abdulá descansaba en Marruecos. Verdaderamente nadie sabe quién dio la púden a las fuerzas de seguridad para iniciar el asalto a la mezquita, pero fue, sin duda, uno de estos dos hombres.

El éxito de la operación puede ser calificado de completo: pocas víctimas aparentemente, todos los rehenes a salvo, y a salvo también los principios de un Corán textualmente leído y literalmente interpretado por los herederos de la legitimidad dinástico-religiosa que surgió en pleno siglo XVIII con la unión entre el reformador Abdul Waliab (de donde wahabitas) y la familia real. Alguien, pues, debe capitalizarlo políticamente y, por tanto, reforzar a su corriente en el seno de la familia real, donde parece subsistir un debate entre los conservadores y los modernistas.

Esta contradicción es, oficiosamente, toda la vida política en el reino. Fahd está convencido de la posibilidad de modernizar y desarrollar el país dejando a salvo valores esenciales, pero no todo el mundo cree lo mismo. Hace sólo unos días que la revista cairota Al Daua, órgano de los Hermanos Musulmanes egipcios (sunnitas populistas asimilables a un fundarnentalismo integrista), publicó un extraño reportaje sobre la decadencia de la fe y las costumbres en Arabia, citando para ello ejemplos de pretendidos indecoros en el cine y la televisión y una desviación de la normativa externa estrictamente observada en materia de mujer, sexualidad, etcétera.

Es dudoso que haya tal decadencia y, en cambio, probable que el asalto a La Meca, este gran trauma de la Arabia que acaba de entrar en el siglo XV de la Hégira, anime la controversia en el serrallo y fomente la discusión política de puertas adentro. Nadie sabe quién ni por qué decidió el audaz golpe del 20 de noviembre y un espeso misterio se cierne sobre un asunto que merecería explicaciones más amplias, pero al que sería prematuro calificar de complot contra las instituciones y el sistema.

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