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Tribuna:TRIBUNA LIBRELa reforma de la Administración pública / 1
Tribuna
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Rasgos generales del problema

El tema es tan polémico, tan traído y tan llevado, que casi no se sabe cómo afrontarlo. Pero de lo que no hay duda es que se trata de un tema de actualidad y que lo viene siendo desde hace mucho tiempo. Se ha hablado de ello, por activa y por pasiva, en las diversas etapas o regímenes, pero no se ha conseguido, al menos hasta ahora, un claro enfoque y menos una eficaz solución. Pero ahora la urgencia de tratarlo es aún mayor a partir de los estatutos de autonomía, nueva situación que plantea problemas de reestructuración profunda.Históricamente es quizá hace un siglo cuando la cuestión es más frecuentemente aludida, por lo que cabría preguntarse: ¿es que con anterioridad este problema no re vestía caracteres tan acuciantes? No hay duda de que el problema también existía, pero la menor importancia y complejidad de los fenómenos que la sociedad comportaba y el menor volumen de las funciones del Estado hacía que el aspecto instrumental, que la Administración pública implica, fuese objeto de menor atención. Pero ahora es indudable que este problema requiere ser afrontado con decisión y urgencia.

Y esto es así cuando ni siquiera las tendencias ideológicas que postulan la desaparición del Esta do o la reducción de su papel o funciones dejan de reconocer la realidad del problema y la necesidad de plantearse la cuestión de la reforma de la Administración, por cuanto se trata de algo que cotidianamente a todos nos afecta, en mayor o menor medida. El buen o mal funcionamiento de los órganos públicos es algo que está ahí y no puede ser ignorado.

Y aún más. En alguna medida puede decirse que, crecientemente, los hombres se sienten como perdidos e inermes ante ese kafkiano Moloch, en que está deviniendo el Estado moderno y la pluralidad de sus complejos órganos. Es una realidad que la gente cada vez entiende menos cómo funciona internamente ese aparato, que le rodea por todas partes. Para otros sería la sociedad la que habría que fortalecer a expensas del Estado, pero tal objetivo, quizá deseable, tropieza con no pocas dificultades para que pueda transformarse en realidad. Aquí y ahora con lo que nos encontramos es con la necesidad de organizar mejor el aparato de las estructuras públicas, aunque haya que caminar hacia una nueva concepción del Estado menos omnipotente y omnipresente, quizá mediante la aplicación de diversos medios que permitan una razonable fragmentación de los poderes estatales, transfiriéndolos a otros niveles, como ahora va a ocurrir con las autonomías.

Pero, en todo caso, el horizonte aún se presenta largo y difícil en cuanto al logro del objetivos más ambiciosos, por lo que es necesario, afrontar la necesidad actual de unas estructuras y un procedimiento, que habrá que estar corrigiendo y enmendando constante mente, para que no sean opresivos o agobiantes y sí eficaces y útiles. Por eso mi planteamiento del problema será fundamentalmente pragmático y concreto.

Desde ese punto de vista insisto que es la etapa actual, cuando van a implantarse unas nuevas estructuras administrativas, como consecuencia de las autonomías, la que nos exige un esfuerzo de imaginación para afrontar los problemas que conllevará la coordinación de los órganos y funciones, de forma que el resultado final sea positivo.

Mas al llegar aquí cabría preguntarse: ¿realmente el problema puede tener alguna solución aceptable, o, dados los datos y condicionantes, es un tanto utópico o ilusorio pretender lograr una fórmula viable? Mi contestación ya es, desde este momento, positiva, aun sin ignorar las dificultades.

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Los funcionarios no tienen la culpa

Ante todo, cabe señalar que las reacciones más frecuentes de muchos, al encontrarse ante los frecuentes casos de mal funcionamiento de la Administración, aparte del mal humor y disgusto, consisten en dirigir las criticas a los funcionarios, considerándolos responsables de tales desaguisados. Pero en la mayoría de los casos la causa no está en el funcionario. Si las estructuras y los procedimientos son malos, el funcionario poco puede hacer, si bien siempre puede hacer algo para conseguir que el administrado se sienta menos incómodo o frustrado.

Otra reacción también frecuente es la de atribuir todos los fallos a las estructuras, que se estiman inadecuadas, desfasadas o inútiles, en bastantes ocasiones con notable razón. Pero este planteamiento nos reconduce al problema de los fines y objetivos, que -seria necesario definir más claramente. Es cierto que ya disponemos de algunas directrices orientativas en el texto constitucional, pero son insuficientes, puesto que la Constitución no ha de descender a los detalles, sino solamente señalar las líneas más generales.

Pero lo que ya podemos anticipar aquí es que, en la mayoría de los casos, existe subyacente un problema de organización, lo que nos llevaría al terreno de sus técnicas, ya bastante investigadas y ensayadas en otros ámbitos, como el empresarial. Aunque otra vez nos encontraríamos con la cuestión de los fines y objetivos, del «para qué», puesto que sólo en tal función habrán de montarse las estructuras, que habrá que organizar adecuadamente. Porque la adecuación al objeto no es cuestión baladí, ya que por ahí es por donde fracasan y hacen agua no pocos planes de reforma.

Habrá que tener en cuenta que la organización que se adopte no ha de ser excesiva ni agobiante, sino amplia y flexible, de forma que puedan ser corregidos los defectos de funcionamiento sin necesidad de recurrir a modificaciones estructurales profundas y complicadas. En esta materia organizativa habría que proceder con mucho equilibrio y ponderación, ya que se puede pecar tanto por defecto como por exceso.

Pero al llegar aquí cabe preguntarse: ¿cómo es posible que, habiéndose progresado tanto en el campo de la organización empresarial, no se haya conseguido avanzar en la misma medida en la organización de la Administración pública? Es esta una cuestión importante, que analizaremos más adelante, aunque ya ahora he de anticipar que lo que hace falta es proceder a una adaptación de la organización al objeto, es decir, al ente, órgano o institución que se trate de organizar, porque no hay duda de que son muy distintas las características de las empresas y las de la Administración.

Al servicio del hombre

Con frecuencia se oye hablar de que la Administración ha de estar al servicio del Estado, puesto que aquélla es el instrumento de éste, por lo que esto es cierto en parte. Se puede contraponer ese servicio del Estado, en el sentido de servicio en favor de la comunidad, para distinguirla del servicio del Gobierno o del partido o partidos en el poder. Pero, en cualquier caso, no puede olvidarse que el auténtico y último destinatario de los servicios de la Administración es el hombre, o sea, la persona humana. Por eso, de acuerdo con esta fundamental exigencia con la que hay que proceder, en todo lo que se pueda pensar, arbitrar u organizar, a fin de que los órganos públicos cumplan con su verdadera misión, es decir, procurar el mejor servicio de los miembros de la comunidad política, en cualquiera de sus grados o esferas.

Por eso, al definir las objetivos, ha de atenderse primordialmente a esa finalidad última y más profunda. Por eso también la claridad en los enfoques es de básica importancia, así como la sencillez y simplicidad máxima en los procedimientos o sistemas que deban seguirse.

Cuando, por el contrario, alguien pudiera tratar de, instrumentalizar los servicios de la Administración para la consecución de objetivos de partido o de: grupo -y con mucha mayor razón si se tratara de fines personales o particulares-, es claro que no se responde a esa exigencia de que la Administración esté siempre al servicio del hombre, al servicio del conjunto de los ciudadanos. Esto parece muy obvio, pero en más ocasiones de las que se quisiera no lo es.

Por otra parte, cuando las normas que se dictan son confusas, plagadas de complejos tecnicismos -muchas veces innecesarios, ya que casi todo puede ser «traducido» a términos comprensibles por la mayoría- o los procedimientos son un dédalo o un boscaje inextricable, en el que casi no se sabe cómo moverse, es claro que se está conculcando ese principio básico de que la Administración ha de estar al servicio de todos los ciudadanos.

Necesidad de un análisis en profundidad

Pero no bastará con señalar los, fundamentos en que habrá de inspirarse la reforma. Hace falta practicar un cuidadosoy exhaustivo análisis de todos y cadauno. de los entes, órganos, dependencias. o instituciones en que la Administración se estructura, a fin de, determinar, en cada momento, si responden -realmente a la misión que se les asignó. Es muy frecuente que, al afrontar esta necesidad perentoria, todo quede en cuatro generafidades o divagaciones, sin entrar realmente a fondo en ese análisis metódico que sería preciso llevar a cabo en todo caso, para determinar si algo es necesario o debe desaparecer.

La rutina -que siemprejuega un papel en toda organización- es especialmente detectable en la Administración. Conocida es la anécdota. del «banco pintado de verde». Se cuenta que, en el Campo del Moro, hace bastantes años, se venía colocando un centinela al lado de un banco pintado de verde. Nadie se preguntaba el «para qué», hasta que alguien se dedicó a indagar y averiguó que, años atrás, se había ordenado que un centinela vigilase ese banco para que Sus Majestades no se manchasen de pintura. ¿Sería mucho decir que en la Administración podrían encontrarse no pocos «bancos pintados de verde»?

Pero si se hubiera de proceder a un análisis con toda la profundidad necesaria, no puede ignorarse que se tropezará con una serie de obstáculos. Las resistencias, pasivas o activas, serán siempre muy acusadas. Los intereses creados están siempre a flor de piel y la desgana por indagar pulula por todas partes.

Exigencias constitucionales

La reforma viene imperada por nuestra Constitución, que en su artículo 103 es bien explícita al exigir que «la Administración públíca sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, j erarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho».

Por tanto, es indudable que la reforma de la Administración vierte exigida por la propia Constitución, tanto en ese precepto específico como en otros muchos, de los que se deduce meridianamente el tipo de Administración que sería imprescindible para que sea una realidad la existencia del nuevo Estado democrático. Este punto de vista ha sido sustentado por la generalidad de los partidos políticos, tanto en sus campañas electorales como en sus actuaciones de diverso tipo, aunque hasta ahora, en la práctica, no se haya traducido en acciones eficaces. Desde luego, se advierten atisbos de que se tiene la conciencia de que hay que abordar la cuestión, pero no se señalan claramente las directrices que sería necesario seguir en esta materia, por lo que parecería necesaria, al menos, una declaración de intenciones más explícita.

Y, de otro lado, tampoco se puede decir que exista una actitud de autocrítica en los propios órganos del Estado respecto a la ineficacia -o menor eficacia- de los servicios de su Administración, as! como la necesidad. de proceder a la reforma imperada por la Constitución. Por el contrario, ¿no es más exacto que los intentos de abordar la reforma están tropezando con notables resistencias, abiertas o solapadas? C omo una muestra de esta realidad cabe aludir a los intentos de vigorizar las inspecciones generales de servicios, respecto a lo que existió un proyecto de decreto que, según las referencias de la prensa, parece que intentaba entrar a fondo en su regulación y que finalmente se redujo a la creación de una comisión coordinadora. ¿Es mucho suponer que tal giro pudiera haber sido debido a los celos que los distintos órganos ministeriales pudieran tener ante el temor de ver reducidas sus competencias? Una inspección general de servicios, verdaderamente independiente, habría de radicar en la Presidencia del Gobierno y no en cada uno de los ministerios, que habrían de ser objeto de tal acción inspectora. Y no creo que pueda funcionar adecuadamente la Administración pública sin una buena e independiente Inspección General de Servicios. A mi juicio, serían muchos los funcionarios, a todos los niveles, que percibirían con toda nitidez lo que habría que hacer para empezar a poner orden en la situación cuasi caótica en que se encuentran bastantes sectores de la Administración pública. Pero me temo que tales excelentes sugerencias puedan estrellarse contra las rutinas y el tejido de intereses y de presiones en que tienen que desenvolverse. Mucho apoyo tendrían que tener para que pudiera prevalecer tal actitud reformista.

Examinar la productividad de cada órgano

Lo que me parece indudable es que ese análisis en profundidad, que estimo necesario, tendría que tener también por objeto el examen del grado de productividad y de rendimiento de cada órgano o dependencia y, dentro de ellos, de cada puesto de trabajo. Ante los resultados de tal análisis seguramente no sería difícil llegar a la conclusión de qué reajustes habría que realizar, de las reconversiones que tendrían que producirse o de lo que debería ser suprimido por innecesario. En no pocos casos se podría reacoplar a otras finalidades más rentables aquello que se revelase como poco útil o inadecuado para su función. Y quizá es probable que pudiesen desaparecer no pocos rótulos colocados en las jambas de las puertas de no pocos despachos, que se revelarían como simples conjuntos de palabras sin contenido alguno o sin responder a exigencias reales del buen servicio de los administrados.

¿Y qué decir del índice del rendimiento en el trabajo, probablemente muy bajo, que se registraría en cuanto se sometiese a un correcto análisis a ciertos puestos de trabajo, de conformidad con módulos bien poco exigentes? Es muy probable que los resultados fuesen sorprendentes, y sobre esas bases se, podría proceder a efectuar reajustes de personal que podrían repercutir en una mayor satisfacción interior de los funcionarios -que muchas veces son las víctimas de tales situaciones- a la vez que en un mejor montaje y rendimiento de otros servicios ahora desatendidos.

Por eso estimo que es urgente ,poner orden en todo el amplio campo de la Administración, para lo que sería muy deseable que el tan anunciado Estatuto de la Función Pública saliese de la situación de olvido en que se encuentra y fuese objeto del conveniente conocimiento y estudio, con participación de los interesados. Porque estoy convencido que sin una, marcada atención hacia el funcionario, contando con su ayuda y colaboración, no será posible llevar a cabo una auténtica y eficaz reforma de la Administración.

En los próximos artículos entraré en algunos detalles de las directrices y orientaciones que creo habría que seguir para logar los resultados apetecidos.

JOSE MARIA RIAZA BALLESTEROS Ex inspector general de Servicios

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