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El retorno de los brujos

En un reciente artículo, en The Tablet, sobre la obvia floración de los fundamentalismos que hoy se da en el mundo, Dominic Milroy ha escrito: «Debemos saber en este mundo que la religión, cuando es simplificada a ultranza, puede convertirse en algo terriblemente peligroso, y que los líderes religiosos, cuando pretenden con la autoridad divina el monopolio de la verdad, contribuyen a propagar el orgullo, los conflictos, los prejuicios y la violencia.» Y así es, resulta cosa sabida desde siempre. «Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión; los hombres se hacen crueles y semejables a las bestias fieras», decía ya el padre Mariana en su Historia General de España a propósito de cómo se han sacralizado aquí, entre nosotros, las luchas políticas.Entre nosotros y fuera de nosotros hay demasiados ejemplos y, hoy mismo, tenemos especímenes para todos los gustos: desde la teocracia del ayatollah Jomeini, o las inmolaciones de la secta del Templo del Pueblo de Dios, en Norteamérica, a los trenos fundamentalistas de monseñor Lefebvre, o todo ese otro grupo de religiones con apenas una capa civil, que son los partidos extremistas, movidos por una mística más que por la racionalidad política. Normann Cohn ilustró definitivamente en un libro clásico, La búsqueda del milenio, el hecho de que, exactamente como en el marxismo y en el nazismo, en estos fundamentalismos revolucionarios o nostálgicos del pasado se da el mismo fenómeno de los movimientos quiliásticos medievales: un fenómeno esencialmente sacral y apocalíptico, la espera del Reino de la Justicia o la vuelta a él, al dorado Edén de otras épocas que los hombres han perdido. Cualquiera otra cosa que no sea esta espera, o incluso la violencia y la intransigencia que, según estas «teologías», apresurarán ese reino es traición y coqueteo o connivencia con los poderes del mal. Así de sencillo es el esquema, y, precisamente por su sencillez, se apodera de las multitudes poco inclinadas siempre a muchas matizaciones y partidarias, por el contrario, de claridades cegadoras: lo blanco y lo negro, lo bueno y lo malo, el mal y el bien. ¿Cómo superar, entonces, este sencillo, pero tan poderoso, esquema?

A principios de siglo, cuando en Francia las luchas religiosas -en realidad clericales y anticlericales- llegaron a su colmo, hubo un proyecto de «descatolizar» al país y de «protestantizarlo» para hallar la paz, y porque se creía que la República acabaría por entenderse mucho mejor con el protestantismo, y ese proyecto de «descatolización» se dio también entre nosotros. En Francia el plan se reveló pronto como utópico; entre nosotros, los «desfanatizadores», como llamaría don Plutarco Elías Calles a sus propios enviados a acabar con las iglesias y los santos, se revelaron en seguida tan «teológicos» y «apostólicos» como los predicadores de guerras santas y, también como en México, se dedicaron más que nada al deporte de la iconoclastia y a algo incluso más terrible: al de matar con furor religioso en nombre de la libertad y del pueblo y otras grandes palabras igualmente santas y sacramentales. En realidad, ¿es que hemos escuchado en toda nuestra historia otro sonido que este chirriar siniestro de dos bandos sagrados que luchan por «teologías», aunque las de un lado se llamen laicas?

Pero ahora «marchemos todos por la senda constitucional», se oye decir por todas partes. Y ojalá sea así, pero esa senda es una senda civil y racional, y las que se oyen más bien en nuestro mundo siguen siendo voces descompasadas y apocalípticas: comentarios jeremíacos y amenazadores sobre los males de la Iglesia, digamos oficial, resurgimiento de cenáculos salvadores y de sectas redentoras a través de la medicina de la santa intransigencia, o quizá hasta de la santa cruzada, religiones mistéricas de objetos desconocidos que se ven en el cielo, resurrección aplaudida de todas las palabras oscuras e irracionales y de todas las mohosas vejeces de lo esotérico, hasta misas negras y cultos diabólicos, aunque sólo sea para sazonar un tanto la experiencia de una sexualidad demasiado fácil y tecnificada en la sociedad permisiva. El panorama resulta, en efecto, pintoresco, doscientos años después de Voltaire, pero la sonrisa se nos hiela en la boca pensando en seguida en la amenaza que significa: las masas ciertamente -y vivimos en una sociedad de masas- no leen a Voltaire y quedarán siempre fascinadas por los Nostradamus o cualquier charlatán que eventualmente ocupe su lugar.

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«El fundamentalismo, como el alcohol», escribe asimismo Dominic Milroy, en el citado artículo de The Tablet, «ha nacido de una situación de inseguridad y ansiedad..., de desilusiones de la sociedad, de la abundancia más que de las penurias de la sociedad rural», y, evidentemente, también de una situación cultural ambigua: de la conciencia de que se posee la cultura parte de grandes parcelas de la sociedad o de la sociedad entera, cuando sólo se posee un «erszat» o «como si» de la cultura, un modesto sustitutivo que, sin embargo, se estima con fuerzas de juzgar toda la compleja realidad y lo hace de una manera sumaria y simplificadora naturalmente, buscando claridades y posturas netas y cediendo, sin embargo, de la mejor gana a todas las fascinaciones de lo que es mesiánico y salvador o apocalíptico.

¡Si siquiera nosotros, los españoles, dejáramos de asociar nuestra convivencia y todos sus problemas a sonoridades fundamentalistas, esperas mesiánicas o trenos apocalípticos! ¡Ah!, entonces casi estaríamos ya en plena Ilustración, al comienzo verdaderamente de la modernidad, sin ninguna guerra religiosa en perspectiva, sin fantasmas que nos enfrentasen más.

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