El pelícano que se descolgó de la jaula de oro
Ministro adjunto al presidente del Gobierno
Aquella jaula no tenía mayor inconveniente que los propios barrotes que al sol brillaban como si fueran de oro, y con la luna de plata, siempre una luz metálica que cegaba a los millones de ánades, hembras, machos, unisex, que volaban en libertad condicional a su alrededor, con el único propósito, muchas veces inconfesado, de conseguir algún día, cuanto antes mejor, un contrato de subarriendo para vivir entre aquellos barrotes que desde fuera parecían de oro. Sólo quienes vivían dentro sabían con verdad que los barrotes eran de oro de pura ley con tantos quilates como la aleación permitía en su mayor grado de virginidad, ni uno más ni uno menos, pero esta verdad y esta historia no se hubieran podido contar si no hubiese sido porque aquel pelícano tan peculiar, por causas que aquí se intentan explicar sin éxito, no se hubiese descolgado de la jaula una noche de plenilunio para empezar con torpeza su vuelo de retorno que, como luego se verá, fue también el último. Pero insisto que los demás volátiles veían que la jaula brillaba como el oro y por la noche de plata y que lo fuese o no era un tema que a nadie le preocupaba porque el brillo era lo suficiente para satisfacer a los más exigentes, ya que todos sabían desde el origen de la especie que las cosas se miden y valoran por lo que parecen y no por lo que son, de ahí que los primeros eslabones, de la cadena biológica hubiesen preferido siempre los espejuelos, las serpentinas y los azulejos, por ese orden, entre otras razones de peso porque por el oro de ley se acaba muriendo y matando sin solución de continuidad.
Que la jaula brillase siendo de oro no tenía pues mayor mérito ni otra causa que la incidencia de la luz que alumbraba aquel pequeño firmamento como tantísimos de otras galaxias que los astrólogos consideraban en suspensión estática, ni lo uno ni lo otro, pensaría más adelante el pelícano, cuando era tarde para volver al punto de partida porque ya se intuye que si difícil era llegar hasta la jaula, y no digamos entrar, mucho más difícil era salir, por lo que no está demás que repita que sólo existe noticia de esta excursión y de la jaula gracias al solitario pelícano de esta historia metafórica.
La luz. Ahí estaba el secreto de todo el asunto, y por supuesto el de la jaula. La luz que irradiaban aquellos barrotes, noche y día, plata y oro, mantenía el orden de la galaxia hasta tal punto que se puede decir, sin temor a equivocarse, que sin la jaula los astrólogos de la Corte no habrían podido declarar el estado de suspensión estática.
La jaula era el único antídoto conocido contra el caos y sin ella hubiese resultado imposible el relativo orden y concierto que reinaba en aquella galaxia y en todas las demás del universo conocido, pues ahora podemos decir sin riesgo de la vida que no es la jaula la que gira, sino las aves del firmamento las que vuelan en círculos concéntricos a su alrededor y la jaula, quieta, parada, sirve de polo magnético con su brillo oro y plata, noche y día, ya que un corto circuito producir a de inmediato la destrucción del equilibrio que origina y permite la luz que irradia la jaula y así indefinidamente hasta decir basta.
El invento, tal como se supo luego de labios del pelícano, había sido el producto de muchos esfuerzos de mil generaciones, por lo que aquella galaxia particular tenía la misma densidad y consistencia que los cuerpos líquidos, que al decir de los astrólogos no eran otra cosa que cuerpos, si cuerpos en los que las fuerzas de cohesión y repulsión resultaban aproximadamente iguales. Ese y no otro era a decir verdad el efecto de la luz o, si se prefiere, la razón de ser de la jaula o, si se quiere evitar cualquier clase de equívocos, el génesis de la galaxia de autos en la que vivió y murió a los dos años y un día el pelícano que huyó de la jaula, que no de la galaxia.
En la jaula el pelícano contó hasta veintidós, salvo error u omisión, aunque se sabe que no era un número fijo porque todos los años por adviento morían cinco y entraban siete o viceversa y los muertos nunca hablan de cuerpo presente, de ahí que no le podamos agradecer lo suficiente el relato de esta historia que justo terminó de contar el día de su muerte. Los veintidós nunca supieron lo que pasaba fuera porque entrar en la jaula y olvidarse era todo uno -los pelícanos no tienen memoria- y como además en la jaula no se podía volar, perdieron la facultad de comunicarse entre sí y con los que habitaban al otro lado de los barrotes, que se contaban por millones hechizados por la luz hasta el punto que no se les ocurrió otra cosa que volar en círculos concéntricos alrededor de este asunto por los siglos de los siglos, salvo cuando se ponía en marcha alguna de las revoluciones pendientes, todas el las fracasadas de antemano porque, a fin de cuentas, la cosa consistía en llegar a la jaula y una vez dentro, quienes alcanzaban el objetivo, se olvidaban de lo que había quedado pendiente, perdían la capacidad de volar y comunicarse y vuelta otra vez a los círculos concéntricos.
Esta historia tan monótona a nivel macro-cósmico era apasionante, según el pelícano, en la vida diaria, porque dentro y fuera de la jaula ocurrían anécdotas divertidas, sangrientas, trágicas, cómicas, que no alteraban el orden establecido de la galaxia y servían piara relajar las tensiones y apagar el tedio que producía la intensidad de la luz, plata y oro, igual para todos los que habitaban el mismo círculo concéntrico, noche y día, luz que perdía su brillo a medida que se trasladaba en el espacio a la velocidad del sonido, de tal suerte que, en el último círculo de la galaxia, el tono era naranja y violeta, con zonas de penumbra y otras neutras a las que ni tan siquiera llegaba el canal de UHF, ni la onda media de las emisoras multinacionales, ni que decir tiene, la frecuencia modulada. Y, sin embargo, en la jaula se sabía que no eran precisamente los que habitaban en estos últimos círculos concéntricos los que iniciaban las revoluciones pendientes, sino los más próximos a la jaula quienes tiraban de los periféricos con banderas, estandartes y algunos pendones al frente de la manifestación, empujaban para entrar y si te he visto no me acuerdo, mientras en el extrarradio aumentaban los números a la espalda para apuntarse a la próxima revolución.
En la jaula, según dijo, se publicaba cada día un decreto, tres órdenes y cinco circulares por cada titular, en un círculo que allí dentro era vicioso porque la mitad de tanta proliferación legislativa estaba destinada a derogar la otra mitad, con lo que tuvo que editarse el primer Aranzadi con un primer artículo en el que se clasificaban los círculos concéntricos por orden de antigüedad, de mayor a menor, y se fijaba el protocolo de la jaula para que los ceses se adivinasen de antemano y nadie se llamara o llamase a engaño. Por la mañana, trompetas y clarines anunciaban la apertura de la sesión, se ponía en marcha el reloj de sol, se apagaba la luna y arrancaba entonces, nunca mejor dicho, un rayo de esperanza porque hasta que llegó un tal Dragó no se supo que los marginados no eran los payos si no los otros, agotes, pasiegos, vagueiros, maragatos y quinquis, a pesar de que en la polémica previa entre Américo y Claudio la cuestión se centró entre moros y cristianos y nadie quedó satisfecho, lo que no quiere decir que ahora lo estuvieran, pero ya es avanzar que a todos los fabetos les gustase aquella historia tan original y errática como sus propios sentimientos.
Después de las trompetas empezaba el diálogo con monosílabos y gestos en la oscuridad más absoluta -ahí te duele-, pues este fue el mayor descubrimiento del pelícano ante quienes le escuchaban incrédulos de que en la jaula reinase la oscuridad, lo que bien visto no tenía nada de extraño, pues, una de dos, o la intensidad de la luz entre los barrotes era tal que los cegaba a todos, o simplemente la luz nacía hacia fuera desde los barrotes, casos ambos que conducían a la misma patética conclusión: dentro de la jaula, oscuridad absoluta.
Que me digan quién, preguntaba el pelícano a la multitud que le escuchaba, que me digan quién en aquella oscuridad podía pensar que amebas era la respuesta correcta al crucigrama que interrogaba sobre los protozoarios microscópicos de organización elemental, por no plantear sino una de las incógnitas más sencillas entre todas las posibles de cada día del año. La verdad es, sin embargo, que la respuesta no importaba ni a los unos, que eran menos, ni a los otros,que eran multitud, porque el orden de la libertad condicional -aquí el pelícano preguntó a la plebe con su mala sangre habitual: ¿es que acaso hay otro tipo de libertad?, pregunta que se quedó sin respuesta-, el orden, dijo, estaba garantizado por la derecha desde otra galaxia que se anunciaba con detergentes, televisores y cigarrillos en una pancarta de franjas y estrellas y por la izquierda por la llamada galaxia roja, cuyo color servía para advertir a los incautos y a la navegación aérea de cabotaje.
Quiero decir, continuó el pelícano, que la oscuridad reinante en lajaula no era obstáculo -óbice decía él- para seguir emitiendo la luz con la intensidad necesaria para mantener el orden de los círculos, por lo que no les arrendaba la ganancia a quienes querían iniciar la maldita revolución pendiente por otra vía distinta de la programada por las emisoras centrales -la verdad os hará libres-, pues, ¿no era por ventura aquella verdad tan luminosa la que les mantenía esclavos a los de fuera? ¿No era -se preguntó el pelícano a continuaciónla oscuridad la que impedía la libertad a los de dentro?, argumentos que les dejó sin habla hasta que uno entre tantos millones empezó a aplaudir y los demás, para no ser menos, le siguieron con ritmo y sin entusiasmo.
Los aplausos le devolvieron al pasado, a la etapa de su irresistible ascensión a la historia condensada de su vida antes de que el azar y la ruleta le llevaran a la jaula en circunstancias menos dramáticas y espectaculares que las que él describía, pues su vida fue siempre más benévola y anodina que la historia novelada que circulaba en las tertulias donde se construyen los mitos de las biografías si se les añade un poco de sangre con lágrimas para garantizar el drama y la gloria. Después de todo, él había empezado en uno de los círculos más próximos a la jaula, casi a tiro de piedra y a vuelo de pájaro de los barrotes encendidos en oro, había sacrificado menos orgullo y dignidad que quienes arrancaron desde la frontera del miedo donde se juega al tambor de la vida y de la muerte del ser y de la nada y si alcanzó la meta fue por los méritos heredados en la sangre de varias galaxias que regaba su cuerpo.
Otros, los que le escuchaban con más interés que nunca desde el principio de su discurso, no tendrían nunca la oportunidad de avanzar un solo milímetro en el camino de la luz que les cegaba porque nadie les explicó en su día cómo había que matar los instintos de las virtudes cardinales que afloraban a la superficie y sin matarlas era inútil iniciar la escalada y temerario el deseo de avanzar hacia aquel polo magnético, con lo cual se entraba en el baile de los círculos concéntricos para siempre jamás. Nadie que tenga ambiciones vuela en círculos concéntricos, pero esta sentencia era más fácil de pronunciar que de ejecutar, como bien sabían quienes circunvalaban la jaula una y otra vez. Algunos, durante algún tiempo, le hicieron caso al piloto americano de la gaviota y el libro se puso de moda en las estanterías de las bibliotecas particulares con la Biblia y una historia de los animales que se vendía por fascículos semanales encuadernados en tela marinera, pero con los primeros accidentes acabó el aprendizaje de aquella teoría poética de los pícados aerodinámicos en soledad perpetua. La libertad a ese precio no merecía la pena cuando se podía volar en compañía sin abandonar los círculos concéntricos.
Si el pelícano llegó a la meta fue por la suma del azar y de su herencia, pero esto no. lo aclaró para proteger su imagen y su crédito frente a auienes no le habían visto aterrizar en circunstancias de emergencia, sin ninguna visibilidad, contra las órdenes concretas de la torre de control. De vuelta con su historia aclaró a la audiencia, que crecía en oleadas, que a la hora del Angelus los días impares se cantaba allí en la jaula el himno de la libertad total, imposible metafísico, cuyos compases de verbena alcanzaban hasta el confín de la galaxia por el sistema de megáfonos que impulsaban los acordes a la velocidad de la luz. El resto del día y parte de la noche, salvo el tiempo dedicado a los decretos y a las órdenes, se dedicaba a impedir que nadie aterrizase hasta el adviento, que se abría la veda.
Pero ¿por qué?, ¿por qué se había descolgado el pelícano después de haber conseguido el poder y la gloria?, ¿no habría sido expulsado?, ¿por qué? Una y mil veces preguntaban los concéntricos al pelícano, que daba ya muestras de cansancio con la llegada de los primeros rayos de plata.
Al día siguiente empezó con las palabras mágicas off de record. Off de record repitió, por segunda vez, acercándose a los labios un meaáfono portátil. Había llegado ya al segundo círculo concéntrico el rayo de luz y de esperanza que iniciaba el nuevo día, segundo desde que el pelícano se descolgó de la jaula. La multitud congregada desde el alba aceptó el trato y lo que allí se dijese y contase sería off de record, como las noticias de televisión, para que nadie supiese bien del todo de qué iba el rollo, estrategia que había permitido a nivel de toda la galaxia, como ahora se decía, un conocimiento más exacto de los rumores y una profunda desorientación sobre el fondo de las cosas que importaban.
El pelícano empezó por confesar que él también había llegado a la jaula con una revolución pendiente bajo el bazo (se confundió para rectificar en seguida y decir «brazo», porque lo otro no tenía sentido) y que al poco tiempo de llegar comprendió que su revolución seguiría pendiente porque el horno no estaba para bollos y por muchas otras razones, entre las que primaban dos: aquella revolución pendiente es muy probable que no la entendiese nadie, ni de dentro ni de fuera, porque el orden burocrático y colectivo era para unos y otros panacea universal, y, segunda razón más grave, se trataba de una revolución sin revolucionarios de las que la historia tiene tantísímos ejemplos, en verdad más que de las otras. O dicho de otra forma más vergonzante: el pelícano no tenía seguidores.
Quien más, quien menos, quería llegar a la jaula para publicar decretos y reglamentos tanto tiempo como menester fuera, sin otras preocupaciones que las propias del cargo y con tantos honores y prebendas como cupiesen en la vanidad interminable de cada ego. Tampoco es verdad, por otra parte, que el pelícano fuese mejor que los demás, ni que por sí solo pudiese trasplantar su invento a una multitud que estaba para pocas aventuras, pues ya había tenido bastantes a lo largo de varias generaciones como para que ahora se tragase sin rechazo una nueva novela por entregas.
En tales circunstancias, el pelícano tenía pocas oportunidades de éxito, si es que alguna, y él mismo no tardó en darse cuenta, tan pronto se hubo recuperado del aterrizaje forzoso, que su revolución seguiría pendiente. Si hubiese tenido valor en aquel
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mismo momento habría iniciado el descenso desde la jaula hacia la intemperie y el anonimato de los círculos concéntricos, pero quiso pensar que su causa era tan evidente, tan justa y necesaria, que acabaría por imponerse y los seguidores, al poco, se contarían por millones. Transcurrieron sin respuesta ni éxito los días y los meses y llegó esa terrible fracción de segundo, que se iba perfilando nítida en su cerebro y en su corazón, cuando ya no pudo engañarse a pesar de los mil argumentos que había construido para defender su status. Sus ideas no cabían en la jaula, la jaula era demasiado pequeña, los veintidós no entendían, los que volaban fuera no se merecían su esfuerzo, él era el mejor, él estaba loco y con este último pensamiento se paró en seco, porque la pura evidencia era muy superior a sus argumentos de razón. Entonces empezó el baile en su cerebro para convencerse a sí mismo con preguntas y respuestas que aprendió jugando al solitario.
Las libertades son indivisibles, individuales, coyunturales, muchas, pequeñas y se escriben con minúscula y en plural, siendo esta una verdad tan absoluta -menuda contradicción- que no cabía hablar de libertad total sin negarla de raíz. El negocio de la Libertad con mayúscula y en singular era un negocio totalitario al servicio de una minoría que cabía en una jaula. Se le escapó la frase y la palabra sin ánimo de ofender a los escuchas que les estaban grabando en Hi-Fi. Era tarde para rectificar porque la multitud empezó a gritar al unísono: Unidad, unidad en mayúscula y en singular, a la vez que empezaban a oírse los primeros compases del Himno de la libertad total. El pelícano aprovechó los primeros minutos de confusión para continuar hacia el siguiente círculo, mientras confirmaba una vez más la teoría de que los totalitarios eran siempre unitarios en esta y en cualquier galaxia, a uno y otro lado del arco iris, y para darse ánimos empezó su letanía sobre las libertades indivisibles, individuales, etcétera, en la soledad de su descenso en picado.
Y así, de repente, acaba la historia, punto y coma justo cuando el pelícano despertó de la pesadilla en la madrugada del alba para comprobar que seguía en la jaula de los barrotes de oro y plata, día y noche día y noche día y noche, porque la cinta de grabación estaba rayada.
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