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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sansueña bosteza

No hay cosa que más se parezca a un poder que otro poder. Hablo del poder en sí mismo, como ejercicio de la coacción y de la violencia, que es su esencia propia, aquello en que consiste (aunque sólo sea como posibilidad, actualizable en cualquier momento). Por definición, todo poder se ejerce en favor de unos y en contra de otros. Es beneficio para unos y violencia para otros. De otro modo, no existiría, carecería de sentido. Visto desde la conciencia individual del que lo sufre (y no hay otra conciencia efectiva que la individual), el poder es violencia y no puede dejar de serlo.Y, sin embargo, un poder puede diferenciarse radicalmente de otro poder. Si, como ejercicio de la violencia, el poder (lo mismo el democrático que el tiránico) tiende hacia el mundo de la cantidad, el mundo fisico de lo no-humano, en el proceso dialéctico que es la vida de los hombres en sociedad hay algo que inclina el poder hacia el mundo propiamente humano, el mundo deja cualidad y de los valores. Pero ese algo le viene al poder de fuera de sí mismo, del exterior de su propia consistencia: de lo que llamamos mundo de la cultura.

La política, así, es aquel plano de la vida humana en que convergen y se entremezclan (en convivencia perpeptuamente inestable y contradictoria) el mundo de la cantidad y el de la calidad el ejercicio bruto de la violencia que es el poder y las exigencias humanizadoras de la cultura.

La historia nos ofrece momentos en que la política aparece con el hirsuto rostro de la primera: el poder-violencia. Son los momentos depresivos y reaccionarios en que lo humano utiliza lo inhumano contra lo humano. En otros momentos, los revolucionarios y creadores, la política se muestra capaz de introducir en el reino de la cantidad las exigencias de la cualidad; tenemos entonces el poder-cultura, gracias al cual el hombre en sociedad puede utilizar lo inhumano para trascenderlo y promover lo propiamente humano.

Viene este esquemático exordio filosófico a cuento de algo que, siendo de candente actualidad, tiene, ¡ay!, poco que ver con la filosofía o, aún más llanamente, con la cultura (en su sentido no antropológico, sino cualitativo): me refiero a la campaña electoral que ha terminado en nuestro país, la primera a la que puede calificarse, aun con restricciones, de democrática.

Un espectador capaz de contemplar con la ironía y la objetividad suficientes esta confusa y aburrida «feria de las vacuidades» (televisuales y otras) no podrá concluir sino que todo se ha reducido a una lucha sobremanera pedestre (pragmática, dicen algunos que se toman fatuamente por realistas) por el poder-violencia, con desprecio casi absoluto, o menosprecio manifiesto, del poder-cultura.

¿Estoy exagerando? Una ya bastante larga experiencia directa de las campañas electorales y, en general, de la vida política en Europa me ha vuelto cautamente escéptico en cuanto a la capacidad de la cultura para atraer hacia su reino propio el poder-violencia. Pero he de confesar, no sin cierto estupor, que en este punto los españoles estamos dando ciento y raya a los demás europeos occidentales. Dicho sin rodeos: el show político que se nos acaba de ofrecer es como un campo de Agramante, enojoso y tragicómico a la vez, en el que una serie de superexpertos en poder provistos de las menos ideas posibles (o los que las tienen se las callan) y asistidos por superexpertos en publicidad y marketing, vendeimágenes en su mayoría culturalmente analfabetos, se enfrentan entre sí a golpes de televisión y de vacuos eslóganes: la «política como espectáculo» reducida a su más bajo e indigente nivel intelectual y, en ocasiones, simplemente al ridículo (ejemplo: las famosas «canas» de Felipe González).

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La campaña electoral -que no es más que la manifestación de cómo andan las cosas por dentro- podría darle la razón: nunca ha parecido la cultura más ajena a la política, nunca la política más vacía de sustancia cultural, de ideas. Se venden rostros para el show, no se proponen ideas para la vida en común. Y se ha llegado al extremo de que un contrincante acuse al adversario de tener una idea (marxista, por ejemplo, o liberal-capitalista), y el «agredido» responda indignado rasgándose las vestiduras y diciendo enérgicamente que no, que no, que qué barbaridad, que él es un hombre moderado y realista que sólo profesa la honradez y que, si se le sigue acusando tan aviesamente, va a terminar por... tirar de la manta y mostrar las miserias personales del adversario. «¿Yo hombre de ideas? ¡No me insulte usted! » « Pero en las resoluciones de su último congreso se afirma que...» «¡Déjese de provocaciones! ¡Lo que pasa es que usted no se atreve a echarse un pulso conmigo en la televisión!»

¡Lamentable! Y a esto se le llama ruptura con el régimen franquista. No, bajo la frágil cubierta del régimen democrático, el poder sigue siendo esencialmente lo mismo que bajo Franco: el poder-violencia. La diferencia es que antes se lo guardaba el dictador para sí solo y ahora se lo disputan en libérrima zalagarda unos cuantos miles de supercampeones y campeoncillos del «juego político».

¿Qué pueden hacer los españoles de ideas, los hombres de cultura que no se contentan con tan miserable espectáculo como sustitutivo de la cultura creadora, del poder-cultura? Dedicarse simplemente a «jugar a la cultura» frente al «juego de la política», como parece aceptar el profesor Aranguren, no es precisamente una actitud muy creadora, históricamente hablando, ni a corto plazo éticamente valiosa. Ya sé que la cultura tiene otras vías de acción sobre la historia que no pasan por los fragosos terrenos de la política (aunque sus efectos se hagan sentir también en ésta más tarde indirectamente). Pero hay momentos en que los hombres de cultura tienen el deber (y el mismo Aranguren es uno de los pocos que no duda en cumplirlo) de romper la baraja con que juegan los profesionales de la política y llamarles al orden: al orden de la cualidad, de los valores de libertad y justicia que es el rasero último con que toda actividad humana debe medirse. Deber de luchar por el poder-cultura frente al poder-violencia, porque en ello les va la conciencia de su propia justificación, el pan espiritual de su jornada histórica.

La política -parafraseemos una célebre máxima- es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos. Me parece muy justo y conveniente. que, como recientemente en Almería, los intelectuales españoles se reúnan para organizar y defender sus intereses corporativos, en una sociedad miserable que les explota casi como a lumpen-proletarios. Pero no deben olvidar, y creo que los mejores no lo olvidan, que tienen otros intereses capitales que defender: los de su misma razón de ser como creadores culturales, los de su conciencia de «obreros de la cualidad».

En esta España fofa y ramplona que nos ha dejado en herencia ese monstruo de trivialidad cruel que se llamó Francisco Franco, el hombre de cultura español debe dar fe de vida política, fe de juventud y de vitalidad creadora para que no nos anonade completamente, como hace unos días escribía, graciosa y trágicamente, en este periódico Rosa Montero, «esta senectud precoz por la que todos estamos siendo devorados».

Quizá así nos quepa la esperanza de que, «entre Sansueña que muere y Sansueña que bosteza» (¡sombras dolorosas de Machado y Cernuda!), nuestro país no acabará de nuevo dado «a todos los demonios». «Porque -¿verdad, Jaime Gil de Biedma?- quiero creer que no hay demonios.»

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