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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El consenso constitucional y los tratados internacionales sobre derechos humanos / y 2

Diplomático. Profesor de Derecho internacional

La libertad de enseñanza no es sino un corolario de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión y de la libertad de expresión (artículos 18 y 19 del pacto de Derechos Civiles y Políticos (DCP). Por tanto, la libertad de enseñanza sólo exige del Estado un deber de abstención, una obligación de no impedir la transmisión de conocimientos y doctrinas por personas e instituciones, naturalmente dentro de las reglamentaciones que se establezcan legalmente para salvaguardar, según la expresión consagrada, la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos y los derechos y libertades de los demás.

El pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) parte de esta misma base, pero da un paso más allá. Las libertades «formales» han de ser completadas con derechos «concretos». A la libertad de enseñanza viene, pues, a sumarse el derecho a la educación. El artículo 13 del pacto DESC (que es justamente el texto internacional más citado por los detractores del proyecto constitucional) pone el acento en la obligación de los poderes públicos de proporcionar a todos acceso a la educación. Enuncia para ello ciertos principios rectores, pero no impone una única vía para lograr esos objetivos: cada Estado puede escoger la que le parezca más oportuna teniendo en cuenta sus peculiaridades.

No podía ser de otra manera. Independientemente de los méritos intrínsecos de la proposición, difícilmente habrían aceptado los Estados atarse por una disposición convencional que les obligara a sostener con fondos públicos las escuelas privadas. Piénsese en la lista de los Estados que han ratificado los pactos y en la diversidad de sus sistemas educativos. Casi todos los países de Europa oriental, con enseñanza estatalizada, han ratificado los pactos; ninguno ha considerado necesario formular reservas al artículo 13 del pacto DESC. En el otro extremo de la gama, EEUU, país de sistema pluralista, pero que tiene estrictamente limitadas las ayudas a la enseñanza privada, como consecuencia de la primera enmienda a la Constitución, que prohíbe toda religión oficial, (según ha sido interpretada y aplicada en diversas sentencias del Tribunal Supremo), tampoco tiene prevista ninguna reserva al artículo 13 en su proyecto de ratificación, actualmente pendiente en el Congreso, seguramente porque no lo estima incompatible con su sistema.

Si no en el ámbito universal -podría alguien argüir-, quizá a escala europea, en que las obligaciones en materia de derechos humanos son más estrictas, pudiera encontrarse una norma que obligue al Estado a sufragar la educación en escuelas privadas. Algunos han mencionado a este respecto el artículo 2 del protocolo adicional (1952) al Convenio europeo de Salvaguardia de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, de 1950. El protocolo, en vigor desde 1954, ha sido firmado por España en 1978 y es previsible que sea ratificado próximamente, junto con el convenio. Su artículo 2 trata del «derecho a la instrucción»:

«A nadie se le puede. negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la educación y la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas.»

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Derecho a la instrucción

A pesar de la ambigüedad de la expresión «derecho a la instrucción», nada hace pensar que este precepto vaya más allá de garantizar la libertad de enseñanza en su sentido clásico. Nótese la construcción negativa de la frase inicial y la mera cláusula de «respeto» de la segunda frase: el Estado sólo se obliga a un no hacer, lo que es congruente con el resto de las disposiciones del convenio y sus protocolos, verdadero catálogo de libertades tradicionales más o menos actualizadas. Por supuesto, el tema no pasó inadvertido en la elaboración del protocolo y, ante la polémica que suscitó (en la disputa sobre la financiación de las escuelas confesionales los españoles no somos originales), los órganos competentes se ocuparon de dejar bien claro que quedaba fuera del marco del convenio y su protocolo toda la cuestión de la pretendida obligación del Estado de financiar las escuelas de carácter religioso o filosófico (declaración concordante del secretario general del Consejo de Europa y de la comisión jurídica de la Asamblea Consultiva). Por si quedara alguna duda, los Estados de Europa occidental, al ratificar sucesivamente el protocolo, han procurado que no quede ningún resquicio a la interpretación, formulando reservas o declaraciones que precisan el verdadero alcance del artículo 2 (Grecia, Malta, Suecia, Turquía, República Federal de Alemania, Irlanda y Países Bajos).

La cuestión no se ha planteado nunca directamente ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero en las ocasiones en que éste ha tenido que interpretar el artículo 2 del protocolo (asuntos lingüísticos belgas, sentencia de 1968, y Kjeldsen, Madsen y Pedersen C., Dinamarca, sentencia de 1976), los magistrados han procurado respetar cuidadosamente la soberanía de los Estados al optar entre los distintos sistemas educativos, siempre que queden garantizados unos niveles básicos de libertad de la persona y de no discriminación.

Los tratados hasta ahora examinados son los únicos que se han venido esgrimiendo en la polémica sobre la «libertad de enseñanza». Es curioso que no se haya mencionado apenas el texto internacional más completo sobre los derechos humanos en materia de educación: la convención relativa a la lucha contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza, aprobada por la UNESCO en 1960, en vigor desde 1962 y aceptada formalmente por España en 1969 (BOE de 1- 11- 1969). Verdadera «ley especial» en la materia, la convención aclara, y perfila muchos aspectos que los textos fundamentales sobre derechos humanos, por su misma generalidad, tienen que dejar vagos.

El objetivo de la convención es ambicioso, puesto que se propone «no sólo proscribir todas las discriminaciones en la esfera de la enseñanza, sino también procurar la igualdad de posibilidades y de trato para todas las personas en esta esfera» (preámbulo). Como promover la igualdad no equivale a imponer el uniformismo, el artículo 2 reconoce explícitamente -«en el caso de que el Estado las admita.»- las instituciones privadas de enseñanza «siempre que la finalidad de estos establecimientos no sea la de lograr la exclusión de cualquier grupo, sino la de añadir nuevas posibilidades de enseñanza a las que proporciona el poder público, y siempre que funcionen de conformidad con esa finalidad y que la enseñanza dada corresponda a las normas que hayan podido prescribir o aprobar las autoridades competentes». En ningún momento obliga la convención a los Estados partes a subvencionar estas escuelas; se limita, como es lógico, a prohibir «en la ayuda, cualquiera que sea la forma, que los poderes públicos puedan prestar a los establecimientos de enseñanza, ninguna preferencia ni restricción fundadas únicamente en el hecho de los alumnos pertenezcan a un grupo determinado» (artículo 3). La falta de toda obligación del Estado de financiar las escuelas privadas se desprende, a mayor abundancia, del artículo 5, según el cual «debe respetarse la libertad de los padres o, en su caso, de los tutores legales: 1.º, de elegir para sus hijos establecimientos de enseñanza que no sean los mantenidos por los poderes públicos, pero que respeten las normas mínimas que puedan fijar o aprobar las autoridades competentes, y 2.º, de dar a sus hijos, según las modalidades de aplicación que determine la legislación de cada Estado, la educación religiosa y moral conforme A sus propias convicciones».

Merece la pena, por último, subrayar que la propia convención, explicitando lo que en los otros tratados se encuentra implícito, proclama en su preámbulo «el debido respeto a la diversidad de los sistemas educativos nacionales» e insiste en su artículo 4 que la igualdad de posibilidades y de trato en la esfera de la enseñanza se deberá conseguir en cada país mediante una política nacional «por métodos adecuados a las circunstancias y las prácticas nacionales».

Cerrar algunas vías

Cabe concluir, por tanto, que los textos internacionales en materia de derechos humanos y educación no dicen sustancialmente otra cosa de lo que actualmente recoge el proyecto de Constitución, aunque, en algunos casos varían las palabras y la sistematización sea distinta. Se ha dicho, con intención crítica, que el artículo 25 del proyecto admite una variedad de proyectos educativos. Cierto, y exactamente lo mismo hacen los tratados internacionales. Ni la Constitución ni los tratados normativos están para imponer vías unidimensionales. Aspiran a cerrar algunas vías: las vías de la regresión, del oscurantismo, de la intolerancia. Por lo demás, la carta básica de nuestra democracia coincidirá con los grandes tratados internacionales en procurar la apertura de nuevas vías por donde puedan discurrir, con libertad de opción, en un caso, los ciudadanos y los poderes públicos, en el otros los Estados y, por encima de ellos, las personas que los componen.

Espero haber contribuido a arrojar alguna luz sobre esta cuestión, que parece haber tenido perplejos a nuestros legisladores repetidas veces a lo largo del proceso de elaboración del texto constitucional. La conclusión es clara: no hay que dejarse obnubilar por falsos problemas ni dejarse atraer por espejismos. Hay que resolver los auténticos problemas y no dejarse atrapar por las palabras. No hay antinomias fundamentales entre la nueva Constitución y los tratados internacionales sobre los derechos humanos. Ni los paladines de la escuela privada deben creer que con la referencia a los tratados internacionales han conseguido para siempre la financiación de los centros, sin control de los poderes públicos o de la comunidad escolar; ni los campeones de la escuela pública deben temer que los tratados, internacionales puedan coartar su propio proyecto educativo.

El texto constitucional mantiene todas las puertas abiertas. El consenso no tiene por qué romperse. El consenso no debe romperse.

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