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Tribuna
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La nación catalana

Con pavorosa e insistente regularidad cae sobre la meseta, al menos una vez por semana, el bombardeo pluvioso, rígido, deslumbrador y convincente de algún estudioso o aficionado catalán que nos demuestra cualquier valiosa peculiaridad de su nación. Este periódico es, quizá, el carretón más propicio y generoso en desasnar a los castellanos viejos, tan ignorantes de la historia de las razones periféricas, incluso de sus propios e intransferibles negocios, como para que precisen clases intensivas del mismo monocorde asunto.

La cantaleta de moda es la demostración, desde todos los ángulos del saber, de la ciencia, de la propaganda, de que Cataluña es una nación. Al parecer, en la Constitución, sus representantes, que lo consiguen todo aún más de lo que piden, como si fueran absoluta mayoría, únicamente han logrado ensartar el término nacionalidad, pero ya nos van explicando que el espúreo vocablo es tan sólo una máscara del núcleo vital que nos endilgan: nación.

El último panegírico pangelingua que me ofrecen en las páginas nobles de este diario viene firmado por don Maurici Serrahima, que tiene el encargo de senador, según creo, aunque el tal no deba de hacerle muy feliz. Efectivamente, en una ocasión, hace años, declaró que sólo moriría tranquilo en el puesto de aduanero de Ariza, entendiendo que la nación catalana llegase hasta esa ciudad castellano-aragonesa que él se encargaría allí de expedir mercancía para la calamitosa colonia castellana de impedir que cruzase hacia allá un solo grito en este idioma menesteroso y ridículo en el cual él y yo nos expresamos.

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A mí, personalmente, y sé que a la mayoría de los de mi tribu, no nos inquieta o confunde que Cataluña sea nación. Estamos convencidos de ello, y tan sólo nos fatiga oirlo y leerlo tantas veces como párvulos a quienes se repite hasta el agobio las respuestas del padre Astete. Lo que yo no sé es por qué razón se nos dice tantas veces lo mismo y qué se busca con ello. Serrahima echa mano como argumento último de un famoso folleto que le regaló un amigo y que se imprimió en el siglo XVIII. El argumento es contundente y descalabrante. Por lo demás, cualquiera puede demostrar que un día fue concubina del déspota de El Cairo, a poco que sepa llevar las aguas de la historia a su molino.

Agrio y cansado también escribía Unamuno a Cambó que los de la meseta deberíamos comprar a los catalanes por lo que valen y revenderlos por lo que dicen que valen. Con esta historia de la nación estoy seguro de que nos quieren vender algo. Porque es evidente, para empezar, que también Castilla es una nación, y desde luego León, y Asturias, aunque los señores constituyentes lo ignoren. ¿No tiene Castilla su historia propia, su cultura propia, su lengua propia? ¿No son esos también hechos diferenciales? Incluso en la Constitución se menciona la lengua castellana y algunos deben de saber que en esa lengua se han expresado Cervantes, fray Luis, Machado y García Márquez… Me siento ridículo en el brete de tener que demostrar que Castilla es una nación, no una región (es decir, y en términos mercantiles, una colonia), así que no voy a ha hacerlo.

En consecuencia, cuando tan tos próceres catalanes -y. desde luego, vascos- me están insistiendo en el asunto, sus motivos tendrán. Tal vez sea un paso más hacia la definitiva independencia. Primero quieren llegar a Ariza, luego catalanizar (o vardulizar) a todos los emigrantes, después supongo tirar las lindes. Como los vascos quieren establecerse en Navarra, Rioja y Santander, enriquecerse a base de esos misteriosos e injustos conciertos económicos que tanto han empobrecido a Castilla, reinstaurar viejos fueros con la expresa prohibición de que nosotros no resucitemos los nuestros, ni siquiera los más democráticos (nos bastaría el de la ciudad de Sepúlveda: «Aquí nadie es más que nadie.»), lograr la autonomía fiscal para cobrar del Estado y no pagar a quienes lo representan (lo cual implica ya una real independencia), llevar de la meseta todas las materias primas posibles alimentos, minerales, electricidad y luego establecer los fielatos. Sólo que tal vez no han advertido un sentimiento que ronda vigoroso por las parameras y los cerros de esta colonia despreciada.

A muchos castellanos no les importaría una higa que consiguieran de verdad su plena y absoluta independencia. Más aún, tengo algún conocimiento que pide no ya la concesión de tal independencia respecto de Castilla, sino una expulsión de los antiguos reinos antes de que, al independizarse ellos mismos, se hayan quedado con la mayoría de nuestras riquezas. Pues que tantos y tan gloriosos reinos no pueden vivir en armonía, que cada cual se las arregle como pueda y ¡viva doña Juana la Beltraneja! Porque la armonía que nos están pautando los políticos consensuales más bien parece un pentagrama de dinamita en el trasero de los oprimidos de siempre.

Teniendo en cuenta este sentimiento (y por si alguien no, lo expreso con bastante claridad) lograríamos al fin una armonía supranacional y ahorraríamos los de la meseta los últimos capítulos del general expolio a que nos vemos sometidos. Ahorraríamos también que todas las semanas se asomara a nuestra ventana el pregonero para cantarnos con la ayuda de los amplificadores madrileños debidamente ciegos que ellos son nación y nosotros región, que son listos, grandes, ricos y de izquierda, y nosotros pequeños, pobres, fascistas y bobos. Y ellos ganarían su independencia, pero nosotros ganaríamos, la nuestra. Y también nuestra paz.

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