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Tribuna
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Autonomías regionales: el problema la burocracia / 1

Santiago Muñoz Machado

Profesor adjunto de Derecho Administrativo (Universidad Complutense)

La regulación en el polémico título VIII del anteproyecto de Constitución de los denominados «territorios autónomos», supone la incorporación a dicho texto de una alternativa organizativa del Estado español, en nada parecida a la actual que se ha caracterizado por un acusado centralismo y por una concentración prácticamente total del poder de decisión en los despachos madrileños.

Por consecuencia, una vez que quede aprobada la Constitución, habrá de ponerse en marcha una operación de porte histórico, no exenta de notables complejidades técnicas, de la que deberá resultar una efectiva redistribución del poder entre los diferentes territorios que componen el Estado, a los que será preciso dotar de medios materiales y personales suficientes para que puedan ejercitar las competencias que la Constitución y sus propios estatutos les atribuyan.

Reajuste de las estructuras

Ni que decir tiene que, aunque el acontecimiento pueda enunciarse tan simplemente, es extraordinariamente relevante desde el punto de vista de su impacto en la organización administrativa actual, de tal manera que la puesta a punto del nuevo sistema autonómico va a exigir una seria labor de reajuste de las estructuras y la minuciosa reordenación de las competencias, con la finalidad de que el nuevo modelo quede conformado armoniosamente y sus piezas correctamente engranadas.

La incidencia del proceso en los diferentes niveles de Administración tiene, por fuerza, que ser desigual, pero puede pronosticarse, sin embargo, que algunos de ellos pueden quedar drásticamente reducidos o incluso suprimidos (por ejemplo, la Administración periférica y las mismas provincias en algunos territorios) y otros deberán resultar profundamente reformados (la Administración centralizada y la municipal). Las alternativas que pueden seguirse para adaptar las estructuras administrativas al fenómeno autonómico son muy variadas y no me voy a detener aquí ni siquiera en enunciarlas, a los efectos de lo que más adelante va a decirse, tan sólo importa destacar ahora que el criterio central que debe presidir toda esta labor de reorganización del Estado es que de ella no debe resultar una mayor complejidad de la maquinaria administrativa sino, por el contrario, una simplificación, no debe incrementarse la burocratización ya existente, sino aliviarse, no debe, en fin, alejarse más la Administración pública del ciudadano ordinario, sino, por el contrario, aproximarse, porque si desde el plano político el fenómeno autonómico va a permitir que las diferentes comunidades y pueblos existentes dentro del Estado puedan autogobernarse, desde el plano administrativo, que es, usualmente, menos espectacular y suele prestarse a menores grandilocuencias, pero que es, en este punto, fundamental, lo que importa es que en la transformación del Estado que se avecina surjan administraciones públicas más transparentes, menos densas, más eficientes y que permitan una mayor aproximación a las mismas del ciudadano.

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Administraciones públicas regionales

Recalco lo anterior porque lo que a nadie puede pasar inadvertido, ya que de una evidencia de bulto, es que el reconocimiento de autonomía política a los diversos territorios que integran el Estado lleva inexcusablemente aparejado la creación de otras tantas administraciones públicas de nivel regional que van a ser las encargadas de gestionar los servicios y ejercer las competencias que a aquéllos se transfieren y, dejando al margen ahora los problemas organizativos que se han enunciado, lo que resulta evidente es que estas nuevas administraciones públicas van a necesitar de personal para ejercer sus competencias. Pues bien, y es el tema que deseo plantear en esta breve nota, ¿de dónde va a salir esa burocracia que los órganos regionales van a precisar? Porque, evidentemente, no puede pensarse que sin ella las competencias que a los territorios autónomos se asignen pasen de ser puramente nominales y sus servicios estructuras huecas y exentas de vitalidad.

Podría resolverse esta cuestión descargando sobre dichos territorios la responsabilidad de reclutar su propia burocracia. Ahora bien, habrá que convenir que en el instante en que aquéllos inicien su andadura sería utópico pensar en que éstos cuenten ya con una burocracia dispuesta para atender los servicios que reciban. ¿Cómo resolver, pues, el problema de la burocracia en la etapa de primer establecimiento de las autonomías? Es este un tema que apenas si ha salido a la luz pública, hasta ahora, que el anteproyecto de Constitución puede decirse, sin hipérbole, que depende la viabilidad misma del nuevo sistema de organización política que, a no tardar, se va a inaugurar entre nosotros.

Para resolverlo con algún acierto hay una primera cuestión que debe debatirse; se trataría de concretar si el reconocimiento de autonomía política implica que cada territorio pueda reclutar y formar por sí mismo su propia función pública o, por el contrario, si ésta deberá mantenerse unificada y, seleccionada a nivel estatal, resolviéndose luego las necesidades de cada una de las regiones mediante la adscripción del personal así reclutado al servicio de éstas.

Entre nosotros, este problema suele darse por resuelto a favor de la constitución de una burocracia propia de cada región, solución que es, desde luego, coherente con las exigencias últimas de la autonomía. Sin embargo, en otros países donde (bien o mal resueltas las exigencias autonómicas de sus territorios) este problema se ha planteado con alguna profundidad, las respuestas no han resultado tan unánimes como cabría pensar.

En efecto, en el Reino Unido, la Royal Commission on the Constitution que rindió su informe en 1973 (informe Kilbrandon), al enfrentarse con el problema de si la devolution of powers a Escocia y Gales y, especialmente, a la primera, implicaba el reconocimiento de las subsiguientes potestades para reclutar su propio civil service, o si, por el contrario, debería éste mantenerse unificado, optó por la solución de que aquéllos tuvieran su propia función pública, reclutada separadamente. Apoyaba su opción en la afirmación de que la selección de los propios funcionarios es una exigencia de la autonomía regional, haciendo notar, además, que los estudios realizados demostraban que no se aceptaría de buen grado que la Administración en materia de personal estuviera en manos de un departamento estatal; por último, el informe Kilbrandon ponía de manifiesto las sospechas de centralismo, la escasa lealtad autonomista, que cabía esperar de los funcionarios estatales, por lo que se veían como razonables los deseos de contar con una burocracia propia, seleccionada por la propia región y formada en la defensa de sus intereses.

Opción unificadora

Sin embargo, frente a las propuestas manejadas por el citado informe, cuyo rigor es realmente encomiable, el Libro Blanco del Gobierno publicado el 27 de noviembre de 1975 (Our Changing Democracy-Devolution to Scotland and Wales) propondría el mantenimiento de un civil service unificado y apoyaba su opción en los siguientes argumentos: un civil service unificado favorecería la coordinación y viabilidad de la devolución de poderes; la experiencia no demuestra que de ello hubieran de derivar problemas de lealtad, ya que los funcionarios, por tradición, apoyan a cualquier ministro que dirija su departamento; por otra parte, sigue afirmando el Libro Blanco, «no se puede asegurar que el personal actual desee ser transferido a un servicio diferente de aquel para el que fueron seleccionados, y en el cual, el trabajo, las condiciones y las perspectivas de futuro pueden llegar a ser sustancialmente diferentes»; a todo ello habría que sumar, finalmente, que una función pública separada incrementaría los gastos y tardaría mucho tiempo en ser reclutada, con el consiguiente perjuicio para el funcionamiento de los servicios públicos.

No parece que la opción unificadora que el Libro Blanco citado propone vaya a reproducirse entre nosotros; en nuestro país, en las ocasiones históricas que el tema se ha planteado, se ha insistido en que la autonomía política implica la necesidad de contar con una burocracia propia, reclutada y formada en el marco del territorio y bajo las directrices de sus órganos de Gobierno y Administración; con toda frecuencia (y justo es reconocer que la agobiante presencia de la Administración central ha dado razones sobradas para ello) se ha considerado a la burocracia estatal como un firme instrumento de la centralización y, en más de una ocasión, se ha dejado sentir una profunda desconfianza hacia aquélla por causa de sus veleidades centralistas. Cuando la coyuntura histórica ha sumado a esta falta de crédito el hecho de que los funcionarios hayan sido reclutados en un sistema político diferente, las resistencias a aceptarlos como servidores de la región pueden llegar al extremo del rechazo total de la burocracia estatal.

Desde luego que no puede decirse que esa identificación entre burocracia propia y autonomía sea una fijación obsesiva que nos diferencia; por el contrarío, es absolutamente común con las apreciaciones más extendidas en otros federalismos, donde es normal que el grueso de la función pública sea propia de cada territorio autónomo. Incluso en más de una ocasión se ha coincidido en destacar las virtualidades de esta opción organizativa en razón a la protección de la autonomía que de ella resulta: a este respecto, recordaba recientemente Fromont que, si el federalismo alemán (en el que, como ha ocurrido en otros muchos, el protagonismo de la federación frente a las competencias de los Estados miembros es cada vez más acusado) no ha derivado en un claro centralismo se ha debido, en muy buena parte, a que los Ländern conservan el monopolio de la casi totalidad de la función pública.

Hay que estimar, pues, que entre nosotros no van a plantearse cuestiones definitivas al hecho de que cada territorio autónomo reclute su propia burocracia. Es más, debe entenderse que esto es conveniente para sofocar las tensiones centrípetas del sistema, ya que una burocracia eficiente y adicta puede considerarse un instrumento óptimo para la protección de la autonomía.

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