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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un Gobierno de gestión

Suscrito el pacto de la Moncloa y explicado tanto en el Parlamento como en la televisión, culmina la primera fase de una brillante iniciativa del presidente Suárez. Hay una cierta unanimidad en la valoración positiva del acontecimiento. El país ha encontrado, después de largos meses, algo suficientemente concreto en que Colgar su esperanza. Y aunque el horizonte es sombrío, se vislumbra, al menos, una dirección en la que caminar.Los acuerdos de la Moncloa son sustancialmente un pacto parlamentario, con unas implicaciones institucionales que rebasan su contenido concreto. Con el pacto se ha optado por una original fórmula de gobierno. Frente a la normalidad democrática del gobierno por mayoría, se ha elegido el gobierno por consenso.

Diputado de UCD por La Coruña

María Cruz Seoane. Madrid, Fundación Juan March, Castalia, 1977.

Sin duda, se ha estimado que la doble circunstancia de la profunda crisis económica y de nuestro peculiar período constituyente que discurre por una legalidad no completamente derogada, haría arriesgado seguir lo que es norma en cualquier democracia: un partido gana las elecciones, forma Gobierno -solo o en coalición-, presenta un programa y lo intenta sacar adelante, interpretando así la voluntad de quienes le votaron. Ni Wilson, en 1974, ni después Callaghan, en Gran Bretaña, ni Barre, en Francia, se han desviado de esa pauta constitucional.

No me interesa hurgar sobre la viabilidad de lo que no ha sido. Lo importante ahora es cumplir los objetivos del pacto y ser consecuentes con lo que implica y que afecta a partidos, Gobierno y Parlamento.

El programa que ha resultado del pacto de la Moncloa no lleva en sus tapas las siglas de UCD. No es, al menos formalmente el programa del Gobierno que representa a la minoría más importante del Parlamento, sino un programa común, cuyo contenido, sin embargo, no disuena de lo que UCD transmitió al electorado en su campaña. Ha habido un sacrificio del protagonismo del partido en favor de un planteamiento de Estado. En esta hora de las felicitaciones por la voluntad de concordia que supone el pacto de la Moncloa es de justicia reconocerlo; porque quizá la imagen transmitida no revele fielmente esta realidad. Tanto han insistido los líderes de otros partidos en lo que han aportado en sus conversaciones de la Moncloa, que puede haber quedado en la opinión pública la impresión de que el partido del Gobierno carecía de programa o estaba a la defensiva ante reivindicaciones objetivamente razonables de la Oposición; descentrado, en definitiva, en el espectro político, como si a los empresarios los defendiese en exclusiva Alianza Popular y a los socialistas y comunistas correspondiese el monopolio de velar por los intereses de los trabajadores.

Se abre una nueva fase. La hora de la verdad es la ejecución de lo programado. Con el pacto, el Gobierno se ha asegurado un paso inocente por el estrecho de las Cortes. El compromiso no alcanza más allá, aunque los partidos hagan esfuerzos sinceros por que las respectivas clientelas lo acaten. Pero a la cuenta del Gobierno y a la de su partido se cargarán las inclemencias de la navegación. ¿Quién no podrá achacar a impericia en el desarrollo de lo pactado los efectos negativos que padezca el país?

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Si el programa es, en su elaboración, común a todos los partidos, también debe serlo en su ejecución. La UCD debería asumir sólo una cuota de responsabilidad junto con los demás partidos. Otra cosa, además de incongruencia, entrañaría erosiones injustificadas para una opción política que se presenta como indispensable para la estabilidad del futuro.

¿Hasta qué punto, entonces, podría el Gobierno seguir presentándose con un carácter monocolor, de partido? Lo pactado y el modo en que se formalizó deja al Gobierno actual un tanto descolocado respecto de lo que son las reglas habituales. Un programa común, o es ejecutado por un Gobierno de concentración -hipótesis sobradamente conocida y, al parecer, descartada-, o por lo que podría denominarse un Gobierno de gestión.

Esta fórmula sería coherente con los postulados sentados por el pacto de la Moncloa y ofrecería alguna ventaja práctica. Un Gobierno de esa naturaleza tendría como misión fundamental cumplir el pacto, aguantando la fuerte resaca que su aplicación va a producir en la sociedad española en los próximos meses, sin caer fácilmente en la tentación electoral del pasteleo para complacer a una clientela determinada. De otra parte, todos los partidos, por igual, vigilarían esa neutralidad gubernamental en la fiel ejecución de lo pactado. Todos deberían proporcionar a ese Gobierno un respaldo que se me antoja vital para mantener una fortaleza que será tan difícil como necesaria sí se aspira a llevar el programa a buen puerto.

¿Cómo podría articularse esta fórmula de Gobierno de gestión? Nadie creo que pueda dudar de la fecundidad imaginativa que contiene la redoma de la Moncloa para encontrar la solución pertinente. En cierto modo, el contenido, el tono y hasta el momento de la intervención del presidente -tanto en las Cortes como en la televisión- manifestaron plásticamente que hablaba desde una perspectiva de Estado no vinculada esencialmente a su posición de presidente de un partido.

La situación promovida por el programa común lleva grabada la marca de la provisionalidad; la del período constituyente. Supone, en realidad, una tregua que podría ser beneficiosa para todos, sin que, por ello, deba configurarse como una situación de excepcionalidad en su preciso alcance jurídico-constitucional. La profundidad de la crisis económica y la perentoriedad de democracia para proporcionar a la democracia naciente un fundamento mínimamente sólido justifican las autolimitaciones que deberían imponerse el Gobierno, partidos políticos y Parlamento, al moverse dentro del marco de lo pactado.

Las medidas de saneamiento de una economía casi desahuciada, con las agudas secuelas sociales que implican, la adecuación urgente de piezas esenciales del ordenamiento jurídico -sobre todo en lo que se refiere a las libertades-, así como la Constitución pueden ser objeto de consenso. Pero este no puede emplearse más allá como sistema. Las unanimidades son sospechosas en un régimen democrático consolidado.

Alcanzados esos objetivos, en los que programa común, consenso y Gobierno de gestión tienen sentido, la dinámica del proceso por ellos generada conduce a una etapa de plena normalidad democrática. El pacto de la Moncloa tiene vencimiento a plazo. En la línea de su horizonte se divisa un nuevo pronunciamiento sobre la alternativa de poder.

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