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La fuerza por la boca

En las bocas de los ministros de Franco es público y notorio que no entró jamás ninguna mosca. Los hábitos de la política franquista, en lo que tocaba a sus ministros, eran los propios de una rancia visita. Los ministros contenían el aliento, sólo tomaban pasta cuando el arifitrión se la ofrecía por tercer a vez consecutiva y, al despedirse, se pasaban la mano por el tupé para comprobar que no se habían despeinado. A todas las preguntas -respondían con parcas afirmaciones o negaciones; era ley cerrar la boca. Los ministros practicaban una rigurosa ley de la incomunicación, y creían, no sin instinto, que el silencio preservaba su inmoderado gusto de poder.Debe saludarse, pues, que un ministro de los nuevos tiempos se haya mostrado hasta la fecha una punta lenguaraz e incluso irreprimiblemente comunicativo. Callar es de sabios, desde luego, pero es también de cobardes e ignorantes. Hablar demasiado es de necios, por supuesto, pero también de arrojados y temerarios. No puede ocultarse que este país, durante muchos años constreñido en asfixiantes moldes, necesita una gota de temeridad, incluso un rasgo que otro de imprudencia.

El ministro Jiménez de Parga ha llegado al segundo Gobierno de Adolfo Suárez previo paso por unas elecciones donde ha aducido, en justicia, su pasado inequívocamente demócrata. Y aupado al Gobierno, un Gobierno declaradamente centrista, Jiménez de Parga se ha decidido a romper el silencio que el franquismo había hecho norma de la conducta pública de sus ministros. El desparpajo con que en un par de ocasiones se ha empleado el nuevo titular de Trabajo ha evidenciado, sin embargo, más de una contradicción, y su chorro de voz, matizada de la tradicional verbosidad andaluza, ha desafíado más de la cuenta cuando ha intentado cantar óperas de Wagner sin partitura. Su dis curso en las tomas de posesión de los nuevos cargos de su Ministerio ya le hicieron patinar las palabras por el paladar. Su proclama de en tonces, inocente y encubiertamente autogestionaria, sonó en los oídos de los empresarios del país como un chirrido impertinente que forzó al propio Jiménez de Parga a rectificar. La rectificación, no obstante, ha sido insuficiente.

Proponer que los directivos de las empresas deben ser elegidos por la comunidad es, sensu estrictu, profesar la fe de la autogestión. Rectificar después, señalando que dicha «comunidad» podía Ser muy diversas cosas, es atentar contra la elemental disciplina ligüística que imponen los diccionarios. Hubiera sido mucho más honrado que el señor Jiménez de Parga se hubiera limitado al socorrido donde dije digo, digo Diego. La responsabilidad del Gobierno no admite trampas verbales. Y menos ahora, porque todavía está muy vivo el grotesco recuerdo de años de inútil fárrago oratorio.

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17 agosto

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