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Tribuna:Por una política de telecomunicaciones / 2
Tribuna
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Por una política sobre la red de transmisión de datos

La posición de Telefónica ha suscitado roces y tensiones con determinados organismos y cuerpos de la Administración, a veces agravados por factores personales y carreras políticas contempladas con cierta prevención. Uno de los aspectos más atacados ha sido, sin duda, su carácter legal de empresa privada, aunque esto fuera escasamente real en lo operativo, como hemos visto. La política de privatización de determinados servicios públicos seguida por el régimen, si se desea ser objetivo, no puede desprenderse del hecho de la propia desconfianza del régimen en su gestión pública.Así, al menos, ha gozado el país de unos servicios públicos que se han financiado a sí mismos (con el auxilio del ahorro forzado por los canales privilegiados y el ahorro directo de pequeños accionistas) y a unos costes al público relativamente comparables con otros países. De otra manera el Estado no hubiera tenido capacidad para financiarlos, dado que una reforma fiscal progresiva iba contra los intereses que mantenían al régimen. Hoy hay situaciones de hecho que deben ser analizadas con respeto de todas las posiciones. Fundamentalmente, la de los pequeños accionistas y obligacionistas, por una parte, y, por otra parte, la defensa organizada de los intereses de los usuarios.

La trivialización demagógica del problema no conduce sino a la confusión, o al juego de intereses oscuros. Como consecuencia, en este caso concreto, más que conflicto de intereses privados con intereses públicos (falso problema, ya que, en todo caso, el conflicto sería entre un servicio controlado por el estado, y sus usuarios) existe un conflicto de intereses públicos con intereses corporativos.

Al comienzo de los años setenta la demanda existente, y la previsión de la expansión de la transmisión de datos (existían 1.500 ordenadores en el país), materializaron la evidente necesidad de crear una infraestructura para la demanda de aplicaciones, privadas y públicas, de teleinformática. Por entonces no existía la suficiente experiencia, a nivel mundial, para la resolución global del problema que implicaba crear una Red Especial de Transmisión de Datos (RETD), utilizando como base la red teléfonica existente. Como la única red lo suficiente mente extensa para servir de base era la de Telefónica y, además, esta parecía contar con la tecnología adecuada, con la finalidad de evitar la dispersión y rentabilizar el esfuerzo de investigación, se le concedió, en 1972, la exclusiva de ese servicio. Servicio que constituyó un avance mundial en su género. Esta concesión, por otra parte, era una circunstancia prácticamente obligada, como consideración al mantenimiento de la política seguida por Hacienda para la financiación del sector.

Limitación telefónica

El Servicio Telefónico Ordinario (STO) obedece, en todo el mundo, a unas leyes socieconómicas muy semejantes. Mientras el teléfono es un bien escaso y poco accesible, tienen acceso a él quienes más lo precisan, utilizándole, en cifras medias, con una intensidad notable. En la medida en que la automatización se extiende y pasa a ser un objeto socialmente deseable, como factor de comodidad, cada nuevo teléfono instalado es, económicamente, menos rentable que el anterior, pues los nuevos usuarios hacen descender la media de utilización. Si la estructura de las tarifas se basa en un alquiler fijo y un canon mínimo por llamadas, cada vez es mayor el número de personas que apenas sobrepasan el mínimo. Como consecuencia, el rendimiento marginal decrece. Como, además, las tarifas del STO son políticas, en todos los países, todas las administraciones, para mantener su rentabilidad, han tenido que ocuparse de buscar utilizaciones marginales de su red. Entre ellas está la TV, (que aquí tiene red propia), la TV por cable, el hilo musical y, básicamente, la teleinformática, como servicio de conmutación pública (situación que fue prevista con prontitud en nuestro país). Si una red de STO no tiene posibilidad de explotar una RTDE se condena su rentabilidad, por una parte, y el mantenimiento del propio STO a medio plazo.

La concesión de 1972 recogía, pues, estas dos circunstancias:

1. La única red que podía suministrar el servicio y que contaba con el saber hacer suficiente era la de Telefónica.

2. Desposeer a CTNE de esa posibilidad de servicio era condenar, a medio plazo, la política de financiación del sector, mantenida por el Estado.

Esta decisión supuso la creación de un antagonismo latente con la DGCT (comprensible y justificable, pero estéril), que tan sólo está perjudicando a los usuarios de uno y otro organismo.

Decoordinación

La despreocupación del Estado por el problema de las telecomunicaciones, una vez encontrada la fórmula feliz, ha creado una serie de hechos anómalos que evidencian la necesidad de coordinación y, fundamentalme nte, la necesidad de una política integral de las telecomunicaciones: la red de enlaces de Radio y TV, dependientes del MIT, justificada, exclusivamente, por razones políticas y por el despilfarro de recursos tradicional en TVE; la Red Territorial de Mando de los Ministerios del Ejército y el Aire, por razones estratégicas; la de Telégrafos, de escasa capacidad y que funciona aprovechando la estructura de los enlaces urbanos de la CTNE (la parte más cara de su red).

Pero así como las dos primeras no plantean excesivos problemas, dada su especialización, la de Telégrafos y Teléfonos, sobre todo desde la perspectiva teleinformática, requieren una gran coordinación para poder ofrecer al país unas sinergias, unos servicios sobre ambas, necesarios, que ya podrían suministrarse, pero que, por circunstancias extrañas, llevan años detenidos. Servicios que supondrían incrementar las posibilidades de uso de un modo notable, disminuyendo los costes (un usuario de Télex, por ejemplo, podría acceder a otros servicios de las otras redes, y viceversa).

Se hace evidente la necesidad de un organismo capaz de coordinar estas redes con la suficiente eficacia y autoridad, y que sea capaz de establecer una política de las comunicaciones, de la que nuestro país carece. Ahora bien, en política está claro que el órgano no crea la función. Un Ministerio de Planificación no sirvió, siquiera, parajustificar su existencia.

Existe el riesgo de que un organismo coordinador de las comunicaciones sirviera tan sólo de escenario para «vengar» el pasado o para ventilar tensiones y miserias absurdas.

En el artículo publicado en EL PAIS el 6 de junio, titulado «Piden un Ministerio de Comunicaciones», se hace referencia a las manifestaciones de la Asociación de Funcionarios del Cuerpo de Ingeniería de Telecomunicación (AFCIT) ante un supuesto proyecto de reestructuración de la DGCT. Entre esas manifestaciones debe separarse aquello que es de legítimo derecho de los citados funcionarios de aquello que podría entenderse como presentación de una realidad para enmascarar otros fines.

De sus manifestaciones parecen deducirse unos principios clave:

1. La creación de un Ministerio de Comunicaciones -cuyo cuerpo técnico se supone debe formar la AFCIT- suprimiría todos los problemas de redundancia de redes públicas y el despilfarro de recursos que ello supone.

2. El que manos privadas gestionen las comunicaciones es un riesgo a la confidencialidad. Como ejemplo se cita el caso de que el Ministerio de la Gobernación, los gobernadores civiles y la Dirección General de Seguridad usan los radioenlaces de la DGCT (no se olvide que ésta está adscrita al Ministerio de la Gobernación), pero que cuando las comunicaciones llegan al casco urbano pasan a través de los canales de Telefónica, lo que «perjudica o puede perjudicar un servicio estrictamente confidencial».

Realmente este es, ciertamente, confuso. En primer lugar, la DGCT, junto con funcionarios de la Presidencia del Gobierno, in tentaron la creación de otra red de transmisión de datos para uso del Estado. En segundo lugar, los por tavoces de la AFCIT proponen, al hablar de la confidencialidad, que los enlaces urbanos debieran ser también de los servicios telegráficos, de la DGCT, lo que supondría duplicar la parte más costosa de la red (la urbana) o nacionalizar -se supone que bajo su supervisión- la CTNE. Como esto último no parece posible, ni político, ni económico, la alternativa que queda es la de incrementar la redundancia de las redes, duplicándolas. Por otra par te, la confidencialidad es un tema delicado. No parece pensable que las comunicaciones del Ministerio de la Gobernación peligren en su confidencialidad, ya que es este Ministerio el único ente que se dedica a las escuchas (como los casos recientemente detectados en Correos). Por otra parte, cuando la Banca y las Cajas de Ahorro no sienten problemas de este tipo cuando transmiten sus datos -de indudable valor- a través de las redes de la Telefónica, es de supo ner que el tema de la confidencialidad sólo se utiliza como argumento sin contenido. Las empresas privadas están menos sujetas a presiones, en todo el mundo, que las públicas.

La creación de redes de transmisión privadas, con un enorme costo para el país, a efectos de aplicaciones teleinformáticas, incluso en empresas públicas -caso de RENFE- obedece más a sutilezas que a razones objetivas. En todo caso, los portavoces de la AFICIT no parecen entender que la única forma de evitar la creación de esas redes de transmisión de datos privadas es facilitar el uso de una Red Pública de Transmisión de Datos, que ya existe. No basta con tener los circuitos, han tenido que realizarse unos costosos desarrollos en materiales y en materia gris para dotar de inteligencia a esas redes que banalizan al usuario el problema del encaminamiento y distribución -conmutación por paquetes- de sus mensajes.

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