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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Gestión de la crisis / y 5

Nuestro trabajo, por supuesto, no posee un carácter exhaustivo; sólo intenta fijar con layor precisión posible las bases para un análisis crítico de las líneas maestras que perfilan los modelos económicos concebidos por los partidos de izquierda considerados en el «libro morado». Las propuestas de tales partidos se han reconducido hacia las tres grandes cuestiones que condicionan un sistema: -Propiedad de los medios de producción.

- Procedimiento para la asignación de recursos económicos.

- Centralización o descentralización de las de cisiones económicas.

Después de habernos ocupado de las dos últimas cuestiones en los artículos anteriores, trataremos hoy de la primera, esto es, de las formas de propiedad, a pesar de haber tropezado con la falta de precisión en un proceso secuencial en el que no se precisan con claridad las fases ni los encadenamientos, en el que se disgregan ideas y acciones que en la práctica serían inseparables.

Propiedad y sector público

La consideración del régimen de propiedad parece prioritaria en todo análisis que de forma comparativa recorra la distancia que separa el capitalismo del socialismo. Y aunque un análisis de esta índole aspirara a ser crítico y, por ende, a relativizar las distancias, qué duda cabe que la cuestión de la propiedad social sigue constituyendo la línea fronteriza de ambos territorios y su zona de intercambios mutuos. Pero, además de su función divisoria, el régimen de propiedad constituye un dispositivo ideológico de múltiples acentos pues al tiempo que connota toda revolución en cuanto tal -toda auténtica transición de un sistema a otro-, es también la base de cualquier política que postule desde la izquierda un amplio plan de nacionalizaciones. Conviene distinguir entonces entre su valor como criterio general de una organización social y su instrumentación especifica en una política económica, ya que si en el orden de los valores el régimen de propiedad acentúa las diferencias entre los sistemas, en el de los mecanismos, y debido a los efectos de la última guerra mundial sobre las economías, se ha verificado un progresivo acercamiento del sector público a sectores básicos y los servicios públicos.

El desarrollo de las sociedades industriales origina una concentración paulatina de algunos sectores de la producción, fenómeno que en los países más avanzados del occidente europeo se ha operado paralelamente a nacionalizaciones en muchos casos impuestas por los efectos devastadores del conflicto mundial. Estas concentraciones industriales implican la mayoría de las veces una dispersión jurídica del capital y en algunas ocasiones la participación conjunta del capital público y privado. En uno y otro caso tendríamos que preguntarnos si tal expansión hacia la forma pública traduce un movimiento simple e irreversible en el capitalismo, o sí la transferencia hacia el Estado de una parte de la gestión económica define en rigor la evolución de las economías industrializadas. Más aún, tendríamos que cuestionar si estas socializaciones efectivas, operadas en el seno del sistema capitalista satisfacen las aspiraciones de una transición hacia el socialismo, e incluso si sigue siendo cierto que la abolición de la propiedad privada de los medios de producción constituye todavía hoy el signo distintivo de un socialismo avanzado.

Un examen en profundidad de todos estos interrogantes exigiría otro género de investigaciones por encima de nuestro moderno propósito. Sólo cabe ahora señalar las tendencias dominantes sobre el problema y aceptar los límites del análisis: ni la crítica debe unificar lo que en la realidad se encuentra fragmentado ni aspirar tampoco a las reconfortantes, visiones de la totalidad, cuando lo que importa es dilucidar la heterogeneidad de los procesos. Mucho menos debe si lenciarse el conflicto ideológico la tente en unos interrogantes cuya respuesta está ya inscrita en la interpretación de las causas y que forma parte inevitablemente de la ideología misma.

El «quid» del socialismo

Para los partidos. socialistas la relevancia del régimen de propiedad con respecto a la definición de sus objetivos es ampliamente reconocida. Así acontece cuando el PSOE(r) afirma que «es un partido de origen marxista, y en este sentido desea una transformación fundamental de la estructura de la propiedad de los medios productivos», o cuando el PSP subraya que «la meta es una sociedad socialista autogestionada, que, por supuesto, es inseparable de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción». Digamos que entre socialismo y la abolición de la propiedad privada de los medios productivos se establece una relación causal e inconcusa, una conexión tan estrecha que acaba por identificarlos. Pero es precisamente la evidencia del «por supuesto, la que exige ser discutida, pues si en la propiedad pública de los medios productivos reside el quid del socialismo y, desde luego, el método más simple y eficaz de operar una transición de sistemas, subsisten todavía dos cuestiones primordiales: referente la una a los límites de esta apropiación, y la otra a la definición misma del socialismo. Un crítico del socialismo burocrático ha dicho que si «el socialismo se limitase solamente al problema de la forma de la propiedad resultaba, naturalmente, muy cómodo: con métodos administrativos y con la fuerza se puede, desde luego, obligar al individuo a adaptarse a de terminadas relaciones sociales, pero con ello no se creará ni bienestar ni unas condiciones favorables para el desenvolvimiento de las fuerzas creadoras del hombre», Y es que una socialización generalizada, una socialización sin medida -«y este concepto de la medida es puramente ideológico»- responde más bien a una concepción primitiva del socialismo, a una refuta ción del capitalismo «típicamente negativa, estadística y meramente formal». Hoy sabemos, sin embargo, que se pueden alterar los patrones clásicos del capitalismo sin realizar por ello socialismo alguno, que se pueden modificar los patrones de propiedad sin variar un ápice las relaciones de producción, que el socialismo reducido a sólo algunas de sus premisas acaba por convertirse en la peor caricatura de sí mismo: un sistema en el que la suma de propiedad y poder acaba por usufructuarlo todo. Parecía lógico que un principio de la organización económica estuviese ligado indisolublemente a un profundo cambio en la organización social, que el mero pasaje de lo privado a lo público conformara un nuevo orden en las relaciones sociales. Pero las experiencias socialistas contemporáneas son elocuentes al respecto: ni la explotación del hombre por el hombre ni la amenaza del conflicto interclasista han sido conjurados. Y es que ni la relación de igualdad jurídica de los miembros de una sociedad frente a los medios de producción se corresponde con la desigualdad social que engendra la división técnica del trabajo; ni la relación de propiedad respecto de aquéllos se corresponde con la relación de beneficio y, menos aún, con la de poder.

La circulación del poder

Dejemos ahora de lado el primer aspecto para fijar nuestra atención sobre las diferentes relaciones que suscitan los medios de producción, particularmente las relativas al poder. Porque en la doctrina marxista -o quizá mejor en su vulgata- la supresión de la propiedad constituye la premisa de un silogismo más complejo que alcanza a la desaparición de la lucha de clases y, por consiguiente, al instrumento jurídico de la dominación: el Estado. Al ser las, condiciones de pro piedad el origen del conflicto entre propietarios y no-propietarios -entre capitalistas y asalariados-, bastaba suponer que su abolición instauraría el reino de la sociedad igualitaria, el fin de todos los conflictos de clase. Mas, sin desestimar la crítica marxista del capitalismo sino llevándola más allá de sí misma, conviene recordar que «sólo si despojamos a nuestra imagen social del dogma marxista de un conflicto de clases, que se agrava pro gresivamente y sin remisión en cambios revolucionarios..., podemos confiar en llegar a una explicación satisfactoria del desarrollo de las sociedades industriales». Y es que aun aceptando el modelo biclasista pomo mecanismo originario de la industrialización, el sistema conceptual creado por Marx no basta para describir la complejidad de sus procesos evolutivos. A la observación clásica sobre la pro gresiva separación entre la propiedad y el control de los medios productivos, cabe añadir la inflexión que desplaza los conflictos sociales desde las relaciones de propiedad a las de poder. Desde esta perspectiva los conflictos caracterizan por igual a las sociedades autoritarias o democráticas y a las comunistas o capitalistas. La reconciliación de las clases es un paraíso definitivamente perdido porque toda sociedad incluye en sí misma el dispositivo de su confrontación: el reparto desigual del poder. No es pues, la estructura jurídica lo esencial, sino la distribución del predominio social; no es tanto la apropiación pública de los medios de producción el nudo gordiano del socialismo -quizá no consista entonces sino en un capitalismo de Estado cuanto la autonomía de los centros de decisión en todos los órdenes del sistibma social. Se apruebe o no esta argumentación, lo cierto es que los socialistas españoles son especial mente sensibles a la distribución del poder decisorio como cuestión clave de la democracia económica. El PSOE(r) reconoce así que el «mantenimiento del sistema de mocrático -porque la democracia es un objetivo en sí- para tener contenido real y no el contenido formal de unas libertades escritas en unos códigos, debe suponer una descentralización de las decisiones, tanto políticas como económicas»; el PSP, a su vez, propugna «una socialización de la economía a di versos niveles decisorios». Para uno y otro partido el socialismo no se reduce a un mero principio de organización económica, sino que constituye un objetivo político general cuyo horizonte es la «democracia autogestionaria». Y también para ambos este «proceso de difusión del poder», que significa la autogestión, «exige un sistema de planificación que haga coherentes las distintas zonas de decisión de las distintas unidades» -PSOE(r) que represente «la síntesis de planes efectuados de manera descentralizada» (PSP). Es decir, se trata de mantener unidos todos los eslabones de la cadena; de conjugar las decisiones en los distintos planos de la socialización con una «planificación democrática» que coordine los diferentes sistemas entre sí. Y todo ello sin ceder a la amenaza de una concentración excesiva del poder económico -inevitablemente ligada a la socialización generalizada-, ni caer en el vacío de un dirigismo inerte y centralista que diera al traste con el proyecto democrático: «No queremos -insiste el PROE(r)- la estatalización de la economía, no queremos la burocratización de la economía, queremos el mantenimiento de la democracia, queremos la descentralización del Estado. » Esta confesión enfatiza el alcance de las dificultades latentes en el modelo económico propuesto, ya que la circulación del poder en todas las unidades de la esfera económica y política sigue. siendo el máximo desafío de nuestras sociedades. La circulación del poder que se expansiona por toda la sociedad y penetra sus últimas articulaciones supone poner en juego un sistema pluralista donde la racionalidad de los procesos económicos (plan) no suprima la codificación de los intereses sociales (mercado); donde el centralismo del poder decisorio (Estado) no elimine las iniciativas de los diferentes actores políticos (concurrencia). Pero cuán difícil resultará en la práctica atar por el rabo moscas tan heterogéneas. Los marxistas saben muy bien que el mercado acabará asolado por la planificación y que la concurrencia sucumbirá, irremisiblemente, ante los embates del poder decisorio del Estado.

Los signos de los tiempos

Las posiciones de los partidos comunistas respecto al tema de la propiedad se inscriben asimismo en un amplio espacio político en el que la doctrina del «capital monopolista del Estado» constituye su centro de gravedad. Enunciemos el contenido de sus políticas efectivas: «Según el modelo de desarrollo económico socialista que el Partido Comunista propone para España, la abolición de toda forma de propiedad privada capitalista se hará de forma gradual, a medida que se multipliquen las fuerzas productivas». Este carácter gradual, cuyas secuencias exigen una etapa intermedia -«en la que no se trata de abolir la propiedad burguesa y de implantar el socialismo, sino de establecer un poder democrático de todas las fuerzas antimonopolistas»- se reclama también de la planificación democrática como contrapunto de las formas autogestionarias (no explicitadas en el programa) en las sucesivas empresas nacionalizadas. Mediante la división en fases temporarles se intenta preservar el carácter democrático del todo, y sortear así ciertas experiencias negativas: «Cuando en determinadas condiciones históricas, los poderes revolucionarios han precipitado paso de toda la propiedad privada propiedad social, ello se ha traducido generalmente en una destrucción y desorganización con fuerzas productivas y de servicio que han redundado en el empeoramiento de las condiciones de vida de las masas.» ¡Curiosa manera ésta de argumentar! Los virtuales errores (o limitaciones) del principio no revierten sobre la doctrina misma, sino que se transfieren si más al factor temporal del proceso. La ortodoxia de la teoría queda disimulada en la ortodoxia de la acción. Pero, ¿quién totaliza la etapas?, ¿quién escudriña las condiciones objetivas que aconseja pasar de una etapa a otra? Porque las condiciones objetivas acaba, por convertirse, a la postre, en la condiciones subjetivas de la minoría en auge: así, Novotny creía que los tiempos estaban maduros para dar el paso hacia el comunismo cuando la crisis del 68 amenazaba ya todos los resquicios del sistema. Checoslovaquia constituí precisamente el Estado socialista en el que desde 1950 todas sus formas empresariales estaban prácticamente nacionalizadas u organizadas en cooperativas; donde la socialización formal y burocrática era más avanzada y completa:. «La jefatura política de la República; Socialista Checoslovaca consideraba la medida de la socialización como uno de los mayores logros de su estructura socialista», pero como se ha dicho con toda precisión «los medios se convirtieron en fines, el pensamiento ideológico sustituyó al juicio racional».

Quizá el PCE piensa también en la experiencia checa cuando afirma mantener una «actitud crítica ante una serie de aspectos del socialismo tal como existe en la URSS y en otros países», en cuyo caso convendría precisar cuanto antes esos aspectos y evitar así los posibles extravíos políticos.

El PTE, concibe, por su parte, que las « nacionalizaciones supondrán la propiedad, y por le tanto el control, de los principales, resortes de la economía por parte del conjunto del pueblo y, come consecuencia, la garantía en la orientación de la economía al servicio de los intereses populares». Esta apropiación social de los recursos económicos resulta inseparable, sin embargo, de una forma política que la integre y subsuma: el pueblo posee la propiedad (y el poder) en el Estado, en «un Estado bajo el cual continuará la lucha de clases, y en forma especialmente aguda, entre el proletariado con el cual marcharán unidas todas las masas trabajadoras para construir el socialismo, y la burguesía que intentará por todos los medios volver a instaurar su dictadura, y cuyo resultado final será el aplastamiento definitivo de esta última clase. Y un Estado, finalmente, que se propone expropiar a la burguesía, terminar con la explotación del hombre por el hombre -con las clases sociales- y liquidarse a sí mismo -liquidar el Estado-, como un instrumento inútil, accediendo a la sociedad comunista-». Ignoramos si esta proposición se sitúa en el dominio de la historia -en el campo de experimentación de los actuales Estados socialistas si su significación queda misteriosamente anclada en el ritual revolucionario. Sea como fuere, mantener todavía el equívoco de que el Estado muere con la supresión de las clases, de que una sociedad sin clases es una sociedad sin amos, no hace sino fortalecer al único amo -el Estado- y propagar la servil domesticación del pueblo. Esto es, en suma, lo que propugna, el marxismo en el fondo de su doctrina: acabar con la libertad en que se cimenta el sistema occidental.

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