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Pragmatismo y cinismo

En l968 cuando nadie pensaba en la desaparición del hombre que venia desde 1936 rigiendo con poderes omnímodos a España, escribí lo siguiente en el epílogo del primer tomo de mis Memorias: «Los sistemas personales tienen, mientras subsistan, tantos cuantos poderes quieran. Lo que nunca han tenido es la facultad de testar». Frente a esa previsión, basada pura y simplemente en las enseñanzas de la Historia, se alzaron las famosas afirmaciones de que «el Movimiento se sucedería a sí mismo» de que todo quedaba «atado y bien atado». La experiencia de los últimos catorce meses ha ve nido a decir cuál de las dos tesis contrapuestas se acercaba más a la verdad.

Pero si es cierto que las instituciones del franquismo vienen desmoronándose a un ritmo rapidísimo, no lo es menos que sobre la realidad actual de la vida española sigue gravitando el peso de los últimos cuarenta años. Y no s en los medios oficiales, como en más de una ocasión he apuntado, sino en sus mismos adversarios ideológicos, que en ciertos aspectos parecen actuar hoy bajo la presión y los condicionamientos de aquel sistema.

La rica variedad de opiniones políticas que se manifiestan en una sociedad que vive normalmente en un régimen de libertad quedó reducida en España durante los años del franquismo a un esquema tan sencillo como falso. De un lado, el partido único, que, perdidas las motivaciones circunstanciales y aun los entusiasmos simplistas de la primera hora, se convirtió en el instrumento de una oligarquía beneficiaria del botín de la victoria y de la sangre de los muertos. De otra, unas ideologías adversas, que se movían en la clandestinidad y que, imposibilitadas de definir con precisión sus doctrinas y sus métodos de acción, encontraban como único punta de coincidencia el anhelo de sustituir un sistema totalitario por un régimen libertad. Entre ambos extremos permanecía aparentemente inerte una masa despolitizada, deformada por una propaganda unilateral, traumatizada por los amargos recuerdos del pasado y deseosa de huir de aventuras susceptibles de poner en riesgo el más elevado nivel de vida obtenido bajo los métodos autoritarios.

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Bastó que desapareciera el dictador y se hicieran las prime ras concesiones de una libertad más tolerada que reconocida y garantizada, para que brotaran las más variadas manifestaciones de un pluralismo político nutrido de licitas ideologías sojuzgadas de legitimas ambiciones personales, a las que se había negado todo cauce normal de expansión, de sanidades pueriles y de protagonismos grotescos. La imagen de la democracia que de este modo ha surgido, ante los ojos asombrados de los españoles, parece dibujada a propósito por sus peores enemigos. La reacción no tardó en dejarse sentir: pero, a mi juicio, inspirada por una idea de unidad, aún influida por los falsos planteamientos del franquismo.

Se habla constantemente de «oposición» frente al Gobierno como si creyera que la primera tiene que ser un conglomerado unitario forzosa y sistemáticamente enfrentado con el segundo. No vacilo en acusarme de haber usado aquella expresión, tan fácil como expuesta a toda clase de equívocos. En una política normal, siempre hay partidos que se encuentran en la Oposición en un momento determinado de su existencia. Pero eso no quiere decir que todos los grupos que no estén representados en un Gobierno tengan necesariamente que formar un bloque que los contenga a todos. De ello resultaría, en fin de cuentas, un totalitarismo oposicionista.

La consecuencia de ese concepto erróneo de «la Oposición» es el esfuerzo reiterado para constituir organizaciones unitarias —llámense coordinadoras, plataformas o mesas redondas— integradas por grupos cuya coincidencia se limita de ordinario a una negación. Siempre he sido enemigo de tal clase de integraciones, que en la misma heterogeneidad ideológica de sus componentes llevan el germen de su inevitable esterilidad. De ordinario, esos conglomerados surgen por la iniciativa de los más extremistas o de los más audaces, que buscan en la compañía de los más moderados y constructivos —todos ellos con innegable buena fe sincero deseo de servir al bien común, aunque muchas veces sin la necesaria energía— el crédito ante la opinión que de otro modo no conseguirían.

Reconozca gustoso que de estos organismos ha resultado útil para determinadas finalidades y en tal sentido es merecedor de apoyo y de aplauso. Pero su ineficacia suele ponerse de manifiesto cuando se pasa de las fórmulas vagas a las exigencias concretas. En fin de cuentas, y dejando a salvo la excelente intención la indiscutible preparación de los componentes de aquellas integraciones, la experiencia demuestra que la mayoría de las veces no son el instrumento más apto para negociar. ¿Quiere esto decir que propugne una táctica de aislacionismo? En modo alguno. He probado suficientemente a lo largo de mi vida pública que nunca he querido marchar «en solitario», aunque alguna compañía me haya causado muchas mas profundas amarguras. Menos lo he de patrocinar hoy, cuando nos acercamos aun periodo electoral difícil. Pero en esto, como en toda definición de posiciones políticas, conviene huir de cuanto conduzca a la confusión o al equívoco.

La política es un arte de realidades y sus instrumentos deben forjarse y perfeccionarse en el contacto diario con la vida. En la época de la clandestinidad, puede y debe practicarse una política de laboratorio, de elaboración cuidadosa de la doctrina, de preparación remota de los cuadros de mantenimiento sin desmayos de la pureza de los principios. Es el único medio de contar con una estructura espiritual, suficientemente robusta, que permita hacer frente tanto a los embates de la adversidad implacable como a los halagos posteriores de una actuación cómoda y, segura nutrida de transigencias culpables. Es la hora heroica de la pureza testimonial, que viene a ser al mismo tiempo noble ejecutoría, que no todos logran tener su título moral que permite alianzas circunstanciales en bien de una amplia política nacional. Sólo los partidos que han sabido mantenerse firmes y erguidos en la hora de la adversidad pueden permitirse el lujo de pactar sin desvirtuar su significación inconfundible.

Resulta lícito y obligatorio en política el practicar un sano pragmatismo, un posibilismo racional, que de ordinario preside la inmensa mayoría de los actos de los hombres. Ese pragmatismo, que no tiene que medir necesariamente la licitud de una actuación por los resultados prácticos que produzca, puede aconsejar los convenios y alianzas circunstanciales —en los momentos actuales, de un modo concreto, los de carácter electoral— con hombres o grupos no separados por concepciones doctrinales antagónicas-o por antecedentes políticos o personales, que sólo el transcurso del tiempo puede borrar o desvanecer.

La coordinación circunstancial o coyuntural con los que se hallan simplemente distanciados o divergentes, siempre será útil deseable. La coalición con grupos que hasta ahora han ocupado posiciones inconciliables, produciría, en el mejor de los casos, efectos negativos. Las alianzas, al menos limitadas, pueden ser in dispensables para asegurar una posición de suficiente solidez en las próximas Constituyentes. Utilidad indudable si se piensa que sólo a través de la acción parlamentaria se robustecen los partidos que apenas han tenido hasta hoy posibilidades de estructurarse y que permite que adquieran relieve las futuras personalidades de que España se encuentra tan necesitada.

Pero todo con la medida y en las proporciones que exija el mantenimiento de una significación, obtenida en servicio de un alto ideal, durante decenios de persecución y catacumbas. Alardes de puritanismo ofensivo para los demás, no. Alianzas indiscriminadas sin otra finalidad que la utilitaria de conquistar puestos, sea como sea, tampoco. Por afán de practicar un pragmatismo oportunista, no vavamos a caer en el cinismo.

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