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No todo ha sido carnaval

Despejada ya la incógnita del resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, tal vez sea conveniente evocar las más destacadas incidencias de la campaña, por si de ellas se pudieran deducir enseñanzas aprovechables.Los periódicos españoles han destacado -al igual que en otros países- el aire carnavalesco de las convenciones celebradas este verano por los grandes partidos para la designación de candidatos.

El hecho es cierto, pero se cometería un error si se creyera que es una característica propia tan solo de las grandes concentraciones políticas. La verdad es que hasta podría decirse que el pueblo americano siente en su mayoría un cierto afán de transformar en juego aspectos de la vida que incluso podrían calificarse de dramáticos. Es algo así como un deseo de trivializar la vida, despojándola de sus más fuertes tensiones. ¿Acaso puede pasar inadvertido lo que significa el Holloween del último día de octubre, tan cercano a la conmemoración de los fieles difuntos, en que no sólo los niños norteamericanos sino también las personas de edad se disfrazan y celebran la solemnidad con los más animados bailes?

Mas no olvidemos que por encima de ese aspecto trivializador de los mítines y convenciones, con globos de colores, sombreros carnavalescos y «animadoras» con mínimos atuendos, surge el enfrentamiento real y efectivo de los candidatos en forma mucho más auténtica que en cualquier país europeo. En las pasadas semanas, las alternativas experimentadas por las posibilidades de los dos candidatos hasta los últimos momentos de la votación, han dado a la pugna unas características muy acusadas.

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El arranque de Jimmy Carter fue calificado de «meteórico», sobrepasando a su rival en un elevado cálculo de probabilidades según los más autorizados sondeos de la opinión pública. Decayó su popularidad a lo largo de la campaña y después se rehizo en la recta final de la carrera hacia la Presidencia.

Creo que entre los factores del triunfo debe considerarse como decisiva su figura de político honesto, sincero, con un fondo indiscutible de fe religiosa, que le situó ante la opinión pública como un hombre nuevo, de. honda significación humana, dispuesto a romper con los convencionalismos al uso.

Los mismos errores cometidos en su campaña acabaron por volverse a su favor tan pronto como noblemente reconoció en público que los había cometido.

Prueba de ello es lo ocurrido con sus famosas declaraciones a la revista «Playboy».

Las declaraciones fueron excepcionalmente buenas. La tirada de la revista -varios millones de ejemplares- se agotó en 24 horas. Y, sin embargo, el resultado fue para Carter más perjudicial que beneficioso. Aún si se dejan a un lado las infiltraciones que hicieron conocer las declaraciones antes de tiempo, y ciertas alusiones desdeñosas a Johnson, que le restaron simpatías en algunos estados, lo que muchos norteamericanos de buena fe reprocharon a Carter fue la plataforma elegida para el lanzamiento de su ideario, sanamente renovador. Tal vez influyera no poco en esa opinión adversa el sedimento puritano -convencional si se quiere- que aún queda en el fondo de la sociedad americana. Mas lo cierto es que la elección de la publicación cayó mal.

El acierto de Carter fue reconocer públicamente el error y no vacilar en decir que si hubiera pensado mejor las cosas no habría hecho lo que hizo. Esa rectificación de yerros, que no fue la única a lo largo de la campaña, ha contribuido mucho a reforzar la imagen de honestidad del candidato, que no dudó en decir, incluso en un debate televisado, que el equivocarse es propio de toda naturaleza humana.

Esas alternativas de afirmaciones y rectificaciones -impuestas las últimas por un noble sentido moral de respeto a la verdad subjetiva- dieron en ciertos momentos una impresión de falta de firmeza, más peligrosa cuando la recibe un pueblo que desea que su «Iíder» ofrezca una visión muy clara de los problemas que ha de afrontar y de las soluciones que se propone aplicarles.

Este riesgo pudo ser muy grande para Carter, dado el ambiente de abstencionismo electoral que se apreciaba en las pasadas semanas, reforzado por la impresión de mediocridad -es necesario decirlo- que daban los dos candidatos.

El fenómeno presentaba aspectos más agudos entre la juventud. Ha habido grupos de estudiantes que han llegado incluso a celebrar manifestaciones contra la celebración de las elecciones; y alguno, especialmente radical, ha exhibido sus «posters» y sus «botones» con la leyenda «Nobody for President 1976», es decir, «Nadie para la Presidencia en 1976».

Y, sin embargo, la abstención ha sido mucho menor de lo que se calculaba y el escepticismo e indiferencia de los jóvenes que muchos pronosticaban como resultado del lamentable fin político de Nixon y del escándalo del Watergate, no se ha sumado al recelo de muchos que veían con temor el anuncio de la nueva política patrocinada por un candidato que era prácticamente un desconocido para el pueblo norteamericano.

En el ambiente de incertidumbre , de vacilaciones y de cambios de posición de los medios informativos, la televisión ha dado un valiosísimo ejemplo de neutralidad entre los dos candidatos. Ford y Carter han disfrutado de iguales posibilidades de utilización de las cámaras como medio de propaganda. Los espacios se han repartido con la más escrupulosa igualdad entre los candidatos. Los periodistas y los «moderadores» hicieron gala de la más correcta imparcialidad. La televisión americana no ha podido ser en este orden más honrada. Hay un caso curioso que conviene citar y no ciertamente por su solo valor anecdótico. Al día siguiente al segundo debate entre el candidato republicano y el demócrata, Ford acudió, en plan de propaganda, a un famoso encuentro en Dallas entre los equipos de las Universidades de Texas y Oklahoma, para hacer un saque de honor. Los operadores que retransmitían el encuentro volvieron en ese momento las cámaras hacia el público, para no dar esa mínima preferencia al presidente. ¡Qué contraste con ciertas parcialidades que a diario vemos y soportamos!

En las elecciones del pasado martes se han enfrentado no sólo dos políticas, sino dos concepciones humanas. Una ha conducido, a través del inmovilismo y del, desvarío burocrático de Washington, al egoísmo y al escepticismo de las nuevas generaciones. Otra, ha prometido cambios renovadores. ¿Conseguirá Carter incorporar a la vida pública a los escépticos desengañados? El menor abstencionismo que se ha observado a la hora de la verdad, es desde luego un síntoma alentador. Ahora todo dependerá de que Carter -que a diferencia de Ford contará con el apoyo del Congreso- logre imprimir a su gestión en la Casa Blanca la nota de honesta lealtad que ha caracterizado su propaganda.

Porque si hay una gran verdad en política, es que lo que los pueblos no perdonan es la falta de honesta sinceridad. Pueden vivir en el engaño más o menos tiempo; pueden tener que esperar años o decenios antes de pasar la factura; pero acabarán por pasarla. Lo que hace falta es que pueda hacerse efectiva sin violencias ni revanchas, como ocurre en los países en que la máquina democrática funciona sin fallos estructurales.

Las recientes elecciones norteamericanas encierran en éste como en otro orden de cosas, una gran lección.

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