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Recuerdo de Juan Antonio Gaya Nuño

Calladamente, como había vivido, en la austera soledad que siempre compartió con su mujer, la poetisa Concha de Marcos, ha muerto Juan Antonio Gaya Nuño, crítico e historiador del Arte, escritor, profesor en algunas ocasiones, autor de una obra ingente con más de 600 títulos y una veintena de libros publicados. Personalidad eminente por la amplitud de su dedicación científica y por el rigor de cuanto abarcó a lo largo de toda una vida angustiosamente volcada en el estudio y la investigación. Hasta el punto de que son pocas, muy pocas, las personas que en este, y entre nosotros, pueden mostrar una obra tan abundante, tan universal y tan coherente en su sentido científico, cultural y verdaderamente social.Por eso, ante el testimonio de una vida y de una cobra como las de Juan Antonio Gaya Nuño, sobran las alabanzas y sobran las lamentaciones en el momento de su muerte. Tan sólo cabe decir que ha muerto, un hombre honesto, un verdadero científico y una de las personalidades más estúpidamente marginadas, gratuitamente marginadas, por la cultura oficial en el curso de los últimos cuarenta años. Gaya Nuño era, ante todo y sobre todo, un hombre bueno, rabiosamente justo, valiente en su rebeldía y ejemplar en su independencia. Que afrontó con especial coraje las circunstancias adversas que condicionaron su propia aventura profesional y humana, la marginación de que le hizo objeto este país, tan generoso a la hora de dilapidar y tirar por la borda sus propios valores.

Que apuró hasta sus últimas consecuencias su vocación científica, sin otro apoyo que la fuerza de su. pasión personal y de su entrega solitaria.

Al margen siempre de los esquemas oficiales.

Sin más apoyo material, sin otros medios que el pequeño despacho de un piso modesto donde transcurrió su existencia. Allí se gestó el amplio espectro de su producción literaria, erudita y científica. Allí, los numerosos títulos y el cuerpo doctrinal que encierra su bibliografía. Bastaría citar alguna de sus obras -«La pintura española fuera de España», «Pintura europea perdida por España», «La arquitectura española en sus monumentos desaparecidos», «Historia y guía de los museos de España», «Historia del museo del Prado», «Historia de la crítica de arte en España», «La pintura española del siglo XX» o el «Murillo», al que puso punto final cuando ya la muerte le apremiaba para comprender la realidad de su aportación y la validez universal de su obra.

Porque si hubiera que buscar algún rasgo definitorio, algu cualidad específica y distintiva de su obra, tendríamos que acudir, forzosamente, a esa dimensión universal, verdaderamente universitaria, que presidió siempre todos sus actos. Con todo lo que ello comporta de entusiasmo, de pasión creadora, de rigor intectual, de exactitud y precisión en el juicio, capacidad para enfrentarse con las más variadas y diversas materias. Tanta validez tienen sus trabajos relativos al arte de nuestro tiempo, fundamentalmente críticos, como los más editos de carácter histórico. Siempre con un nominador común: el espíritu rebelde, la actitud contestataria de quien buscaba y defendía por encima de todo, la verdad. Tanto si se trataba de trabajos destinados a la prensa periódica como de estudios publicados en revistas científicas del más alto nivel. Con la coherencia de una actitud siempre polémica, como polémica era su propia figura.

Gaya Nuño, por último, ha muerto como vivió siempre: ignorado por la cultura oficial. Sometido a una pertinaz depuración política, permanentemente vetado en las áreas univesitarias y académicas, prácticamente exiliado dentro de su propio país. Sin que contara para nada su condición polivalente y universitaria. Sin que contara su innato sentido del magisterio, entendido como disposición permanente a la transmisión del conocimiento. Y sólo de manera esporádica pudo ejercerlo realmente. Entre nosotros, a través de cursillos y conferencias que le convirtieron en solitario francotirador de la cultura. De forma más sistemática, allende nuestras fronteras, en los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, en otros países donde universidades e instituciones le brindaron una hospitalidad que las nuestras le negaban. Y quizá fuera esa su gran tragedia como persona, como historiador y como científico, cuando su constante vital y permanente fue una pasión desmesurada hacia la realidad histórica y social de su propio país.

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