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Wout Poels gana la decimoquinta etapa del Tour de Francia, en la que Pogacar no logra descolgar a Vingegaard

El esloveno ha atacado a menos de un kilómetro del final, pero el danés ha aguantado la embestida. Carlos Rodríguez mantiene el tercer puesto, aunque Adam Yates se le acerca

Wout Poels celebra la victoria en Saint-Gervais Mont-Blanc.
Wout Poels celebra la victoria en Saint-Gervais Mont-Blanc.STEPHANE MAHE (REUTERS)
Carlos Arribas
Saint Gervais -

Está la Luna de los dos fantásticos, y la cima del Mont Blanc, tan blanquita y reluciente allí arriba, está tan cerca, y está la Tierra de todos los demás, que en la astrofísica del Tour de Francia, una galaxia única, gira alrededor de su satélite y su fauna es más variada, y tan admirable, por lo menos.

Es la riqueza terráquea de los dinosaurios que nunca se extinguen, y cada día sube uno al escenario, treintañeros que han sido y que no han dejado de ser, Michael Woods, un día, Pello Bilbao, otro, y Ion Izagirre, y también Michal Kwiatkowski, y a ellos se une el domingo ganado en Saint Gervais Wout Poels, nada menos, neerlandés de 35 años que ha ganado un monumento, una Lieja, en 2016, y que ha ayudado a Froome a ganar dos Tours, una Vuelta y un Giro, y a Thomas y a Egan a ganar sus Tours, y que en su última juventud, en el Bahrain, se explaya en escapadas, como la que, por un día en una gran etapa de montaña permite la policía del Jumbo, tan atenta, que se forme y triunfe. La escapada gana minutos porque un espectador con el móvil tomando fotos en mitad de la carretera provoca una caída en los primeros kilómetros, cuando ya Van Baarle, un Poels en formación, aún joven, mantenía la distancia corta, afecta a tres del equipo del maillot amarillo, y el imprescindible Sepp Kuss entre ellos. Prudentemente, Vingegaard manda levantar el pie.

No habrá lucha por la bonificación del final de etapa, la sal de la gran montaña del Tour, solo un asalto por el honor. La victoria será cosa de la escapada, un invernadero de veteranos fuertes, duros, como Rui Costa, magníficos perdedores, y su dignidad tan humana, tan luchada, el concepto tan francés que tan bien le queda a Warren Barguil, a Guillaume Martin o a Thibaut Pinot, la condición que con tanta lucidez asume Mikel Landa, también en la escapada, frenado en la ascensión a la Croix Fry, y luego, descendido el Aravis de varias caídas y de la pájara tremenda de Perico en el Tour del 83, en la ascensión a la Cuesta des Amerands, la subida corta más dura del Tour, por ahora, 2.700 metros verticales, en la que el dominador de las cuestas de Lieja deja atrás a Wout van Aert y Marc Soler, hombres importantes de los equipos de Vingegaard y Pogacar que intentaban dada la libertad de la escapada, ganarse su gloria personal un día.

En la Luna, los dos fabulosos. Y a su alrededor, jóvenes que crecen y que un día, ya pronto, serán ellos, como Carlos Rodríguez, o que un día serán Pinot o Landa, como David Gaudu. Pasada Amerands, y nadie se mueve, Carlos Rodríguez acelera. Busca el podio. No busca dejar atrás a los dos, que, como la víspera, están a lo suyo. Busca, y consigue, que Jay Hindley, al que tiene a 1s, cuarto, su aliento ardiendo en su nuca, ceda, y cede el australiano de Perth, que se diluye día a día. Después, subiendo hacia las alturas de Saint Gervais, 1.472m, en las faldas del Mont Blanc, cuando Pogacar le dice a Adam Yates que se vaya para adelante también a por el podio, el corredor de Almuñécar, y su cálculo, siempre a lo grande, intenta perseguirle. Los ciclistas lunares se quedan solos. El universo para ellos.

Están en la luna. Danzan agarrados, melancólicos quizás, como si en sus corazones sonara, sugerente, el Je t’aime moi non plus de Jane, que ya nadie más sabrá interpretar en vivo, uno ronco, otra una avecilla cantarina, Están, un día más, una cuesta más, un show más, inagotables, Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar, quienes, seguramente, dando vueltas en la cama sudorosos, qué calor en los Alpes y en sus hoteles, hasta coger el sueño, se interrogan, miden sus deseos contra sus sueños, contra la energía que les queda, contra los trucos mentales que conocen, los que les han enseñado en la escuela del ciclismo, los que les han soplado los directores todos los días a gritos desde el coche. Lo tienen que hacer así, pensarlo por la noche y decidirlo, y ejecutarlo sobre la bici, cerrando los ojos, esperando no haberse equivocado en sus cálculos, porque no hay marcha atrás, porque cuando, sobre la bici, ascendiendo hacia el Mont Blanc hermoso, su corazón esté a 180, las neuronas de sus cerebros recalentadas estarán enredadas en sus nudos sinápticos digiriendo emociones, dolores, chaparrones de agua sobre la cabeza protegida por el casco desde bidones fresquitos. Serán incapaces de pensar siquiera. Ejecutores de sueños prestados. Pogacar hace como que no va a gusto cuando ordena marcharse a Yates, y hasta parece que se queda, que no puede pegarse a la rueda de Vingegaard. Es el truco del día. Busca, quizás, simular un bajón para que se mueva el otro habitante de su planeta. Las fogosas jumbistas, desde su casa, gritan, dale Jonas, ataca, rompe el encantamiento que te paraliza, no te dejes engañar. Eres más fuerte. Dale, dale. Jonas no se mueve. “Cuando estoy con Tadej, cuando estamos solos, nos pasamos el tiempo mirándonos, solo queremos estar juntos”, dice Vingegaard. “Solo quiero estar pegado a él. Hoy estaba bien, y no sé si pensaba en atacar. No sé si estábamos jugando o no, pero dejamos irse a Adam y en ese momento ya supe que no ganaría nada intentando irme”. El juego tremendo continúa en los últimos metros, amagos y sprints, y al final, no les queda más que amarse, entran paralelos en la meta, la primera vez, uno junto a otro. Como si no quisieran separarse nunca.

Es la 15ª etapa, es el octavo asalto. Los siete primeros, salvo el casi KO de Pogacar en el Marie Blanque, se han decidido a los puntos ajustadísimamente, bonificaciones, puñados de segundos, unos metros, una victoria moral, una derrota honrosa. En 10s cabe un mundo. El octavo no lo gana nadie. El noveno, el martes, será una contrarreloj. Saldrán separados, acabarán unidos, porque en su planeta uno no puede estar sin el otro.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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