Cinismo fútbol club
El estadio es un vomitorio de nuestros instintos, pero cuidado, porque ese vómito revela lo que suele estar escondido detrás de la maraña social
Que te hayan llamado hijo de puta miles de veces es un bagaje más que uno se lleva del fútbol cuando se retira. Porque el fútbol nunca fue un entretenimiento, sino una emoción con la que jugamos. Y los materiales con que están hechas las emociones son esencialmente dos: el amor y el odio. En estos días va ganando el odio y no por lo que ha ocurrido con el mono que imitó a un mono para desatar la cólera de Vinicius. Ocurre también en otros planos. Mucha gente está decidiendo el voto de las próximas elecciones no por afinidad a un partido o a un líder, sino por la antipatía que le merece la contraparte. Si la política se futboliza, no nos puede extrañar que el fútbol se vaya de madre. El estadio es un vomitorio de nuestros instintos. Pero cuidado, porque ese vómito revela lo que suele estar escondido detrás de la maraña social. De manera que eso de que “España no es racista” habría que ponerlo bajo observación.
En Vinicius lo sustancial es cómo juega y jugando es un avión. No me estoy alejando del tema porque, desde siempre, el jugador más odiado ha sido el que más miedo provoca. Vinicius, además, no es el problema sino el síntoma. Se trata de un jugador que tiene fama, reconocimiento, voz y que, por eso, pudo poner la lupa para agigantar un tema sensible. Esto también tiene correlación con la política. Personas que llevan una semana indignados por el caso Vinicius votarán mañana a Vox, siempre dentro de la Constitución, muy sueltos de cuerpo. Cinismo que reflejó con inteligente puntería la viñeta de Flavita Banana en la portada de este periódico. Una patera llena de inmigrantes se acerca a la costa y, desde la playa, un portavoz acompañado de militares eleva su voz: “¡¡¡Un momento!!!”, dice, “¿Alguno juega bien al fútbol?”. En el caso de que Vinicius sea el problema, eso se resolverá con tres consejos. Ahora bien, si hablamos de una sociedad que, metida en un estadio, piensa con las tripas, la solución no es tan fácil. Me refiero a la deriva de todas las aficiones, a las que conviene tomar en serio, porque las tripas suelen decir la verdad.
Dejar de ser una persona para convertirse en un hincha (que es una persona exagerada) produce perplejidad. Eso está en la naturaleza del fútbol. Pero hay un abismo entre un adversario noble y un enemigo; al primero puedo desafiarlo con una broma, al segundo puedo insultarle. Los medios hacen su contribución, basta con leer el caso Vinicius en la prensa valencianista o en la madridista. Los dos vacían el recipiente de victimismo poniendo el acento en el jugador o en la grada. Las redes sociales también empujan hacia los extremos sin que nadie ponga freno. En el lenguaje de los clubes, cada uno elabora su discurso poniendo cuidado en no contradecir a su masa social; en el lenguaje de los organismos deportivos, se entretienen en polémicas absurdas que no hacen a la solución; en el lenguaje político, los candidatos no hablan porque pronunciarse pone en peligro algunos votos que pueden ser claves. El gran problema es que el odio se está escapando de los estadios y alcanzando la calle. El fútbol, en definitiva, solo lo refleja de un modo especialmente repugnante.
Amo el fútbol como territorio apasionante que me ayuda a escapar de la realidad de una manera felicitaria. Sin embargo, se está imponiendo un odio algo fascista, en el que la alegría pasa por humillar al rival. No ocurre solo en España, pero en España también ocurre. Si el fútbol va a servir para odiarnos mejor, no vale la pena seguir jugando.
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