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El Tour de Francia de 2023: más montaña que nunca y menos contrarreloj

La ‘grande boucle’, que parte de Bilbao el 1 de julio y tendrá tres etapas vascas, recorrerá los cinco macizos montañosos del hexágono, con cuatro llegadas en alto y solo 22 kilómetros de crono

Carlos Arribas
Tour de Francia
El duelo de Vingegaard, de amarillo, y Pogacar, en el Tour del 22.MARCO BERTORELLO (AFP)

Por entre la melancolía de los nombres, y los lamentos, se cuelan los números, sin alma, la física del Tour, exagerada, desequilibrada, en la edición de 2023, del 1 al 23 de julio, de Bilbao a París, a 120 años exactos del primer Tour.

Una culebra pintada en el hexágono que desde los montes del País Vasco, Jaizkibel, no deja un macizo sin lamer, la diagonal de oeste a este que lleva de los Pirineos al Macizo Central al Jura a los Alpes, y, con un salto prodigioso, culebra alada, a los Vosgos. Ay de las tierras llanas, de Bretaña, de Normandía, del Norte, de la Charente, la Provenza y el Midi, y el centro. El Tour del 23 los olvida.

El folleto oficial resume: ocho etapas llanas o un poco movidas, cuatro de media montaña, ocho de alta montaña con cuatro finales en alto, Cauterets (6ª), Puy de Dôme (9ª), Grand Colombier (13ª), Mont Blanc, y otros nombres entremedias de los que quitan el hipo: Soudet y Marie Blanque (5ª etapa); Aspin y Tourmalet (6ª); Ramaz y Joux Plane (14ª), Forclaz y Croix Fry (15ª); Saisies, Cormet de Roselend, La Loze y Courchevel (17ª), Petit Ballon y Platzerwasel (20ª), en la etapa que calca la del Tour femenino del 22 en la que avasalló Annemiek van Vleuten. Montañas a gogó, y desde el primer día, y 30 en total, más que en ningún Tour de la última década, un elefante y, a su lado, un ratón, los 22 kilómetros mínimos de contrarreloj, un solo día, por la Sallanches del Hinault del 80, la cuesta de Domancy (16ª), y viendo su perfil hasta los escaladores más puros sonríen. En la última década, solo en 2015 hubo menos kilómetros de contrarreloj individual, 13,8, a los que se sumaron entonces 28 por equipos.

Es el Tour que hace sonreír a todos. A los ganadores de los últimos años, salvo a Geraint Thomas. Pero sí a Jonas Vingegaard y a Tadej Pogacar, que eran los mejores contrarreloj y también intocables en la montaña; a Egan Bernal revivido, el mejor en la montaña; el Tour con el que soñaba Enric Mas o podría soñar Mikel Landa, los españoles de las montañas que tienen alergia de las cabras. “Me encanta el recorrido”, dice Pogacar. “Será una carrera difícil y dura ya desde el primer día. Y tiene muchas montañas, sobre todo en la primera y en la última semanas, que me encantan”.

El Tour. El juguete favorito de Christian Prudhomme, el director de la carrera, que no renuncia a su alma de niño, a los cuentos que le contaba su abuelo de Anquetil y Poulidor, hombro contra hombro en el Puy de Dôme, y toda Francia contenía la respiración. Prudhomme ha leído que el primer gran ídolo ciclista vasco, y el Tour sale del País Vasco, al que le cuesta el detalle 12 millones de euros, fue Jesús Loroño, quien partiendo de un caserío en Larrabetzu (Bizkaia) llegó a París como rey de la montaña en 1953, y empezó a puntuar en la cima de Cauterets, a la que se regresa 70 años después. Y el lehendakari Iñigo Urkullu se presenta en el palacio de Congresos de París, y sube al escenario de la presentación, para hablar, en euskera, castellano, francés, de “un país singular”. Y termina, Ongi Etorri, bienvenidos, Ongi ETourri... Y Prudhomme cuenta en su cabeza de contable las cuentas que le llegan de los responsables televisivos, que quieren paisajes y castillos, y montaña, muchas montañas, montañas espectaculares, de ataques y desfallecimientos, y lagos y, incluso, algunas nieves, aunque su saturación temprana pueda acabar con la carrera el sexto día, aunque sean tan inverosímiles como la del col de la Loze, a más de 2.300m, donde voló Superman en el 20, un pequeño descenso y un ascenso final de un kilómetro con unos metros al 18%, aunque sean tan complicadas de organizar como la del Puy de Dôme y su tren cremallera.

Prudhomme, sobre todo, el jefe todopoderoso. que no quiere dejar de ser el niño que se enamoró de Luis Ocaña, que no ganó el Tour del 71, aquel en el que mató a Merckx en el Puy de Dôme y en Orcières Merlette, antes de caerse en los Pirineos, y su hermoso maillot amarillo de merino ensangrentado y roto. Que ganó el Tour del 73. 50 años hace ya. Y su amor, y su tristeza, lo proclama.

En Nogaro, entre Mont de Marsan y Auch, el corazón del Armañac y no muy lejos las Landas, termina la cuarta etapa. Lo hace en el circuito Paul Armagnac en el que compite en moto Juan Luis Ocaña, el hijo de Luis, y sus tatuajes, y está a media docena de kilómetros de Caupenne d’Armagnac, donde tenía Luis sus viñedos, y en ellos una casita en la que se pegó un tiro en la cabeza la tarde del 19 de mayo de 1994, a los 49 años. El Tour pasará por allí, y por los pueblos del Adour en los que vivió con su familia emigrada el niño de Priego, Cuenca, los bosques en los que trabajó su padre, por Aire y por Le Houga, y por Labastide d’Armagnac, la capillita de Notre Dame des Cyclistes y sus vidrieras de Hanry Anglade, en la que se casó con Josiane el día de Navidad de 1966, y, claro, Mont de Marsan, la capital, donde Pierre Cescutti, líder de la resistencia que dirige la primera compañía de soldados que entra en Berlín y bebe el vino del búnker de Hitler, le adoptó y cuidó, donde llevaron su cadáver, al depósito judicial, y solo cuatro personas le velaron. Los lugares del Tour del 23. Los lugares de Ocaña. Los lugares cuyos nombres borrarán los ingenieros de los equipos, los preparadores, los planificadores. Le despedazarán al Tour, le extraerán la poesía, lo convertirán en una suma geométricas, tangentes, radios, diagonales, en un cálculo de vatios y pendientes, y quizás recuerde alguno de los que tanto ha estudiado que porque el cuñado de un físico que no olvidó la poesía, Blaise Pascal, ascendió en el siglo XVII al Puy de Dôme con un barómetro, sabemos que el aire es más tenue en las alturas porque cuanto más arriba menos pesa la atmósfera, y es más fácil avanzar y más difícil respirar, porque al cuerpo le cuesta más robarle el oxígeno al aire, que tan poco presiona ya cerca del vacío infinito. El que espera a quienes olvidan.

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Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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