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Pidcock triunfa en Alpe d’Huez y Vingegaard resiste los ataques de Pogacar en el Tour de Francia

El esloveno siente que ha recuperado la energía después de atacar dos veces al líder del Jumbo en la subida de las 21 curvas

Thomas Pidcock durante la ascensión al Alpe d’Huez en la 12ª etapa del Tour de Francia este jueves.
Thomas Pidcock durante la ascensión al Alpe d’Huez en la 12ª etapa del Tour de Francia este jueves.GUILLAUME HORCAJUELO (EFE)
Carlos Arribas

Pogacar está vivo. Extrae de sus músculos los vatios que saca siempre, sus piernas parecen frescas, su pedalada ligera, su sonrisa, siempre. Y ataca, ataca dos veces, cuando al Alpe d’Huez le quedan menos de cinco kilómetros, en la recta más empinada, al 11,5%, cuando ya por delante se prepara para levantar los brazos, ganador, Tom Pidcock, el bicho raro del Ineos, campeón mundial de ciclocross, campeón olímpico de mountain bike. Y una curva en lo que él, como todos los inventores de su nuevo significado, llama la subida más “icónica” del ciclismo.

Tiene 22 años y tendrá una curva, la 12, compartida con un antiguo ganador, el más hermoso de los trepadores, con el colombiano Lucho Herrera, la esencia de los escaladores, dios. Lo que quizás, si no fuera porque está de amarillo en el camino de ganar el Tour entero, querría ser Vingegaard, un Jardinerito danés, un escarabajo que ante el viento no agachaba la cabeza, ni ante las montañas, a las que desafía, en las que aguanta sin dudar, el único que lo hace, la rueda de Pogacar, que antes de buscar la miseria del rival busca reencontrarse con su ser lo antes posible. Ataca dos veces Pogacar, una entre las quinta y cuartas curvas, otra ya en las rectas finales, y una vez lanzado su sprint, comprobado sus efectos en su organismo, y el daño que adivina en los demás, levanta el pie. Comprueba entonces que Vingegaard está a su lado. Le mira, le sonríe al danés, que le devuelve la sonrisa. Le cita para los Pirineos, quizás. “Vuelvo a ser yo”, dice. “Lo importante es que ya sé lo que me pasó en el Granon”. No dice lo que es, pero igual que a Mas le destrozó el flato, a Pogacar le hundió un descuido alimentario.

Los antiguos no se sonreían. Se escupían si podían. Se insultaban. Ocaña puso a su perro Merckx, para darle órdenes e ilusionarse pensando que el caníbal le obedecía, y no el can. Merckx es Pogacar hoy, dos Tours ganados, intocable, la promesa del destino de que sería el más grande. El esloveno no es el Merckx de entonces. No arde en él el fuego que lleva a la desmesura. Tampoco Jonas Vingegaard, sus ojos líquidos, su piel tan blanquita, es Ocaña, la cabezonería, el empeño, la necesidad de poder un día con el belga. “Las sonrisas son señal de respeto”, dice el danés. “Yo le respeto muchísimo a Tadej, es quizás el mejor corredor del mundo. Es eso”. Y el esloveno, que le sonríe a todo el que pasa, lo ratifica. “Va a ser durísimo derrotar a un escalador como él”.

El Tour será él contra el danés. No solo. Él, contra un equipo que cada día tiene un plan, que no busca tanto que sus líderes, el rey Vingegaard, la reina Van Aert, el alfil Roglic, y torres y caballos, y no peones, se conviertan en héroes individuales, sino crear, como en las revoluciones, y el Jumbo la lleva a cabo, un único héroe colectivo, que serían ellos, y podría ser todo el pelotón. También los que intentan aguantar a sus ruedas, Geraint Thomas, Enric Mas lo consiguen. Empiezan a fallar Bardet, Gaudu, Nairo, Yates.

Pidcock, un talento al que no se pueden poner bridas, un hombre libre, es el 31º ganador en el puerto de los holandeses. No hay curvas para todos en el Alpe, un pliegue más grande que la montaña que lo acoge, una toalla recién usada arrojada a un rincón, donde se queda arrugada, hay 21 giros cerrados como horquillas del pelo, anfiteatros al vacío del que surge la vida, del que llegan los ciclistas para asombro de espectadores embriagados, extasiados, asustados por el calor, por el sol que a esas alturas, más de 1.500 metros, sin una nube que lo matice, no quema, sino que pica, como si a cada rostro le diera un pellizco de monja, le pinchara con un alfiler. Del vacío, entre la afición que jalea, asciende el Jumbo en demostración colectiva, relevos interminables, sprinters marcando el ritmo en la Croix de Fer, una tortura de puerto, al ritmo salmódico, el tran tran que duerme, de Laporte. Qué lejos del rap del Galibier el día anterior, que solo algunos relevos locos de Van Aert parecen revivir. “Nuestro plan es hacer muy dura la carrera para que todo el mundo llegue cansado al último puerto”, explica Vingegaard. “Eso es lo mejor para mí, que no soy explosivo. Así evitamos ataques que me rompen”. Suben a ritmo constante el Alpe d’Huez, solo roto con las descargas de Pogacar, en 39m 6s, 2m 40s menos que Pidcock. El tiempo que se preveía, sus vatios habituales, 6,3 por kilo. Los dos están en su momento.

El inglés ha estado fugado desde el principio, en el Lautaret al salir de Briançon, en el Galibier al que siempre se regresa, subiendo desde la otra vertiente, la Croix de Fer. Descensos de vértigo, de diletante que encuentra placer en la trazada, y en la memoria de cuando era niño, no hace tanto, e iba a las cinco de la mañana a la escuela en bici, y aprendía a manejarla en situaciones límites, en los baldíos de Leeds, en las carreteras peligrosas. Comparte fuga con Froome, cuatro Tours y ninguna curva en el Alpe. La busca. No puede con el Pidcock que tenía 13 años y le veía ganar su primer Tour por la tele. Ahora parece su abuelo. Frenando en los descensos. Moviendo la cabeza. Pero con la humildad necesaria para ser capaz de volver a empezar. Roto y descoyuntado a los 37 años. Y toda una vida tras él.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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