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Paisajes
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Por qué me gusta el fútbol?

Una sonrisa sudorosa al final del recreo significaba que habíamos ganado, una mueca de disgusto representaba que el siguiente partido era el bueno

Varios niños juegan al fútbol en la playa.
Varios niños juegan al fútbol en la playa.Los niños con camisetas de Messi, Pirlo, Batman y Jackie Chan que jugaron al fútbol con Roc Toll en la playa de Medewi, Bali (César Cornejo)
Andoni Zubizarreta

De esto debe de hacer muchos años, porque era el siglo pasado, el milenio pasado, era cuando yo tenía pelo. Cuando sonaba el timbre del recreo todos salíamos en tromba a disfrutar de la plaza del pueblo, de mi pueblo, de Aretxabaleta, de ese, para mí, inmenso patio en el que el primero que llegaba elegía equipo para enfrascarnos en media hora interminable del más intenso de los partidos que nunca he disputado. Allí se jugaba todo cada día, una sonrisa sudorosa al final del recreo significaba que habíamos ganado, una mueca de disgusto representaba que el siguiente partido era el bueno, el definitivo de una serie interminable que empezaba en septiembre y finalizaba en junio, que se suspendía solo en caso de lluvia exagerada, que se jugaba con lo que se tenía, o pelota, o balón. Para nosotros jugar con uno o con otro significaba jugar a deportes diferentes.

Me explico. Para mí hay dos paradigmas de bola para jugar al fútbol: la pelota de Gorila y el balón de Leche Lana. Y ya está. Luego vinieron los Tangos, Etruscos, Merys, NK 350 Geos o lo que fueran, pero primero fueron una pelota de goma verde que venía dentro de los zapatos de Gorila, imprescindibles para la lluvia (quien tenía dos poseía un tesoro), y el impresionante, el inigualable, el único balón blanco de plástico que Leche Lana (una de las primeras cooperativas) regalaba con no sé cuántas bolsas de su leche en la primera tienda de la cooperativa (el inicio del actual Eroski). Si la pelota de Gorila era un tesoro, aquel balón blanco te llevaba directamente al Olimpo de los dioses del fútbol.

Era el balón de los grandes desafíos, de cuando se jugaba algo en serio, el de los retos entre barrios, entre cuadrillas, entre lo que fuera con tal de tocar aquella joya. Eran los partidos en los que tenía, y debía, jugar de portero. Eran nuestros partidos oficiales donde se jugaban los títulos principales, personales, eran partidos en los que buscábamos un buen campo para jugar, uno de hierba. Apozaga, Mendiola, a veces, el Olímpico de los Marianistas, campos cinco estrellas sin una línea marcada, alguno con porterías sin largueros de esas que siempre son la solución del portero (era alta) y del delantero (ha entrado porque estaba bajando), llenos de baches y charcos, pero para mí, para nosotros, para Imanol, Iñaki, Pelutxi, José Ramón, Félix (qué pena, se nos fue), los mejores en los que se podía jugar. Todos ellos a una media hora andando, lo que nos ahorraba el calentamiento porque para qué calentar, aquello era llegar, elegir los equipos y ponernos a jugar hasta que se hiciera de noche o la lluvia nos expulsara o alguno de nosotros recordara que su madre, siempre Ama, le había marcado hora de retirada en casa. Claro que esto, o se avisaba antes de empezar el partido (y depende de quién lo dijera que en todos los momentos y circunstancias han existido los cracks), o solo se podía alegar si ibas perdiendo que si ganabas sonaba a excusa para dejar el partido en tu mejor momento (la mayor derrota). Nunca importaba que la diferencia fuera de cinco goles porque siempre, siempre, siempre, el contrario estaba remontando y llegaban sus minutos de oro.

Y en aquellos tiempos en Aretxabaleta nadie se retiraba ni daba un paso para atrás.

Cuántas broncas nos habremos ganado por no ser capaces de levantar la mano y reconocer que tenías que irte. Porque a pesar de los comentarios, de los qué dirán, de los murmullos, pesaban más los ojos de tu madre con una de esas miradas que a ti nunca te salen con tus hijos que una derrota humillante. Vale, pero de momento seguimos jugando, que ya veremos lo que se me ocurre en el paseo de vuelta, pero acabamos el partido sí o sí.

Y allí me iba haciendo persona, iba construyendo mis valores para vivir, iba sintiendo el valor de la amistad, iba sabiendo quién era de fiar y quién solo se retiraba cuando ganaba, iba conociendo la manera de explicar unos zapatos rotos, un jersey agujereado, un moratón en la cara: Ama, es que no me podía ir… Era el portero.

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