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Pogacar, el ídolo total, gana la Strade Bianche con un ataque a 50 kilómetros de Siena

Alejandro Valverde, en su ronda de despedida del ciclismo, termina segundo en el sexto monumento del ciclismo, una carrera que reveló el valor del joven Carlos Rodríguez

Carlos Arribas
Pogacar Strade Bianche
Pogacar, al ataque por los caminos blancos.LaPresse/Fabio Ferrari FerrariFabio (AP)

Arranca Pogacar y la afición toda sopla en su rueda trasera, y le desea feliz travesía de las colinas de arcilla que rodean Siena, y son rizadas como rizado es el mar, sus ondas. Quedan 50 kilómetros. Acaban de coronar el monte de Santa María por caminos antiguos, y sus vistas de cortinas de cipreses enhiestos de raíces verticales, y el viento de cara. Le esperan carreteras anchas en falso llano y viento lateral, tres tramos más de senderos descarnados, cuestas sin fin, descensos imposibles. Le espera una gloria en la que no piensa.

“Me fui temprano”, dice, ya vencedor, después de haber recibido el abrazo del que podría ser su padre y aún es su rival duro, Alejandro Valverde, segundo, a 37s, y sabio como siempre, como cuando tenía sus 23 años, como cuando tiene, ahora, casi 42, y ríe casi tan feliz como el niño esloveno que le da al ciclismo antiguo un sentido de limpieza quirúrgica, la épica de un ataque desorbitado y calculado al mismo tiempo. “Era el momento en que se suele hacer la primera selección, en la subida de Santa María. Me fui adelante, me adelanté un poco, y nadie me siguió… Así que al verme solo lo di todo, pero hasta falta de cinco kilómetros no pensé que ganaba, y aún seguía todo el tiempo mirando atrás”.

Nadie había ganado las Strade Bianche, sus paisajes toscanos que hablan de la aspereza de batallas medievales permanentes y de la dulzura renacentista de sus fuentes y sus viñedos de Chianti y Montalcino, con un ataque de más de 20 kilómetros, y los 15 de Van der Poel ya parecían cosa de otro mundo, ciencia ficción. O los ataques de Cancellara en los mismos caminos que dejaban a todos con la boca abierta. La espuma de una botella de cerveza al lado de la fuerza del champán de Pogacar, ganador de pruebas por etapas, dominador de Alpes y Pirineos y contrarrelojes, rey de las clásicas. “Cuando saltó Pogacar yo iba el décimo o así”, dice Valverde, quien ya contaba con dos terceros puestos en la carrera que abre la gran temporada de clásicas. “Se ha ido y me ha sido imposible seguirle. Y ya sabíamos que sería imposible alcanzarlo. Regulamos y llegamos vivos”.

Es un ataque fantástico, loco, cuesta abajo por un camino blanco de gravilla en el que patinan las ruedas de las bicicletas tan del siglo XXI, cuadros de carbono tejidos en impresoras de tres dimensiones, rodamientos de cerámica, un compuesto de grafeno en vez de grasa para lubrificar la cadena, que ni silba pese al polvo blanco blanco de los caminos blancos que la cubre. Es Pogacar quien ataca pero los viejos creen ver al caníbal en persona, su estilo, su golpe lejano, su amor por la soledad, su golpe de pedalada, sus 23 años, tan joven, Eddy Merckx redivivo, y solo los mechones rubios traviesos que se escapan de su cabeza por las rendijas del casco le hacen parecer otro, el niño con cara de Pikachu, dicen, que se divierte donde otros, los rivales que se afanan, équipiers a tope, el campeón del mundo Alaphilippe para el ganador del Tour de Flandes, Asgreen; Oliveira y Serrano para Valverde; Cataldo para Simmons; grandes trabajando para grandes, aniquilados todos, sufren y recuerdan a la afición atónita que se llega a la meta de Siena por la contrada de la Oca, desde la Fontebranda hasta la Torre del Mangia en la plaza del Campo, arriba por la empedrada y empinada calle, al 16%, de Santa Catalina de Siena, la santa mística que encontraba el estupor, el éxtasis, en el dolor que se infligía, y en sus estigmas invisibles. Y quieren decir que el ciclismo es dolor, y las Strade Bianche, el sexto monumento del ciclismo, más todavía. Y los estigmas de todos ellos, de Valverde, de Alaphilippe, de Pogacar también, sangre en su rodilla y en su codo izquierdos, no son invisibles ni mudos, chillan y duelen.

Carlos Rodríguez, 21 años recién cumplidos, de Almuñécar, le sigue a Pogacar. No tiene miedo. No piensa en que puede irle mal. El mito está hecho para ser abrazado, no para ser temido. Para lanzarse hacia él, y gozarlo en el dolor y el sufrimiento pleno de la soledad total, y el viento de cara. Una vez, de juvenil, no hace tanto, Rodríguez, ya un ciclista importante del Ineos gigantesco, corrió la París-Roubaix, y cuenta que veía a todos los rivales, y también compañeros, que en las zonas de pavés más duras se abrían camino en fila india por las cunetas, limpias de adoquines, más lisas. “Pero yo”, cuenta sonriente Rodríguez, estudiante de 10 y de Ingeniería, que, cuenta Paco Cerezo, el seleccionador español de juveniles que le alojaba a veces en su casa de Tomelloso, y allí, la víspera de las carreras, fregaba sus platos, hacía su cama y sacaba los libros para estudiar, “yo prefería ir por la parte superior, donde más botaba con el pavés. Ya que estaba ahí quería saber lo que era el pavés, disfrutarlo…” Termina 20º, a 2m 7s, Carlos Rodríguez, su mirada siempre oculta tras las gafas oscuras, la boca siempre seria, es ya el presente, con Ayuso, con Arrieta, del ciclismo español, nieto de Valverde. La afición le ve, y suspira de placer.

En el dolor, disfruta Pogacar en éxtasis, ganador de dos Tours, de una Lieja, de una Lombardía, de todo lo que se propone, y ahora piensa, el día de San José, en la San Remo, el corredor del siglo, el ídolo total, que gana.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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