La gran decisión de Federer
A un mes de cumplir 40 años y tras caer en los cuartos del grande británico, el suizo sopesa su futuro en función de varios condicionantes: del físico al anímico, pasando por el hecho de salvaguardar su marca
Pese al palo que significó la derrota en los cuartos del grande británico, Roger Federer completó tras el partido frente a Hubert Hurkacz el litúrgico desplazamiento que hace tradicionalmente a través del puente que comunica el área de descanso de los tenistas en la Centre Court y los vestuarios. El campeón de 20 grandes todavía intentaba digerir la derrota, pero no tuvo reparos en detenerse y satisfacer al pelotón de aficionados que se agolpaba abajo y le reclamaban un saludo. El último, tal vez, sopesaban muchos de ellos, mientras en la cabeza del suizo rebotaban un buen puñado de interrogantes porque incluso él mismo, seguramente, consideraba que esa podía haber sido la última tarde en su pista, el templo verde sobre el que ha edificado la leyenda. El horizonte de Federer es, ahora mismo, un gigantesco enigma con varios aspectos estructurales a resolver.
Agotamiento mental. En la comparecencia ante los periodistas, el de Basilea admitió que se encontraba “terriblemente agotado”. Al fin y al cabo, el último año y medio ha sido “largo y duro”. En febrero de 2020 tuvo que someterse a una artroscopia en la rodilla derecha para reparar el menisco y el resultado no fue el deseado, así que en junio volvió a visitar el quirófano. Entre medias sobrevino la pandemia, y la desconexión lógica que dificultó el reenganche a la competición desde el punto de vista anímico. Desde el sofá de casa, Federer observaba cómo volaban las hojas del calendario y, por si fuera poco, tuvo que postergar su reaparición porque la articulación no terminaba de responder. Fueron, en total, 405 días sin pisar oficialmente una pista –lo hizo en Doha, contra Daniel Evans– y muchas sensaciones perdidas.
La respuesta física. El suizo cuenta con un chasis privilegiado que le ha permitido competir con regularidad; de hecho, nunca ha abandonado en mitad de un partido. Las lesiones le respetaron hasta que en 2013 sufrió un año aciago con la espalda. Entonces tenía 32 años y entró en un bache de resultados que se prolongó hasta 2017. El curso previo, se dañó un menisco mientras bañaba a sus gemelos y se sometió por primera vez a una intervención quirúrgica, pero se rehízo y con 36 años festejó en Melbourne y Wimbledon, y en el ejercicio siguiente también en Australia. Hoy día, sin embargo, le cuesta más levantarse. A un mes exacto de cumplir 40 años, la exigencia en la rehabilitación es mayor y en su última intervención hablaba de un proceso cansino, “increíblemente lento”, y de que confiaba en recuperarse más rápido.
El factor técnico y los automatismos. Preguntado sobre si la derrota frente a Hurkacz respondía a una falta de partidos, Federer expuso que la razón no tenía origen en el ritmo. Cree que llegó a Londres con el rodaje necesario y que, por encima de todo, debe reencontrar su mejor juego. “Definitivamente, necesito ser mejor jugador”, argumentó. “Claramente, a mi juego le faltan muchas cosas que hace 10, 15 ó 20 años eran simples de hacer para mí, pero hoy día no las ejecuto de forma natural”, agregó; “tengo muchas ideas en la pista, pero a veces no puedo hacer lo que yo quiero”. En consecuencia, sus golpes y sus maniobras se ensucian. En lugar de pelotear automáticamente, Federer piensa y duda, y los errores se multiplican. Aunque dejó buenos destellos ante Gasquet y Sonego, en los otros partidos su propuesta ha sido deficitaria.
El listón de la grandeza. Además de los 20 grandes, el suizo ha conquistado 103 títulos individuales, casi todos los premios habidos y por haber. Excepto el oro olímpico individual, apenas hay meta ni récord que se le haya resistido. Por eso mismo, Federer debe considerar si su margen de recuperación es lo suficientemente grande como para pelear por objetivos acordes a su propia magnitud, porque pese al valor que tiene el haber alcanzado los octavos de Roland Garros y los cuartos de Wimbledon, él juega para la marca Federer. Es decir, cuesta imaginar que pueda estirar su permanencia en las pistas si no puede luchar verdaderamente por los grandes, ni que pueda aceptar una secuencia excesivamente larga de tropiezos prematuros. Pese a la pulcritud, debajo se esconde una bestia competitiva.
Las derrotas: fondo y forma. De los 13 partidos que ha disputado esta temporada, el suizo ha perdido cinco. Dos de ellas se produjeron en la segunda ronda, otra en la primera y la última ante Hurkacz llegó avanzado el torneo. La del polaco no sorprende tanto por el fondo como por la forma, con ese 6-0 final que emborronó la despedida, y las previas sí dejaron un rastro más negativo porque chocó en Doha con Nikoloz Basilashvili (42º entonces), con Pablo Andújar (75º) en Ginebra y contra Felix-Augger Aliassime (21º) en Halle. Esta última frente al canadiense fue especialmente preocupante, en tanto que Federer ofreció su versión más descafeinada. “Quedé bastante desencantado, no tuve una buena actitud. Estuve muy negativo y normalmente no soy así”, se reprochó. Las dos caídas en hierba subrayan el declive, ya que es la superficie en la que, a priori, más opciones tenía.
Sin la protección del ranking. Al perder en los cuartos de Wimbledon, el de Basilea caerá como mínimo al noveno peldaño de la lista de la ATP –su peor clasificación desde marzo de 2017–, aunque podría descender más plazas en función de quién alcance la final y quién se lleve el trofeo. Hasta que se reanudó la actividad del circuito, en agosto, Federer contó con el escudo del ranking congelado; una decisión que fue criticada desde distintos focos (incluidos jugadores) al entender que el rector del tenis masculino le concedía un trato de favor, puesto que antes del parón ocupaba la cuarta posición. Ahora, desde su reingreso ha ido bajando escalones, lo que supondrá un serio hándicap a la hora de encarar los torneos. A la hora de los sorteos, aumentará la peligrosidad de los rivales en las primeras rondas y forzará cruces poco deseados conforme avance.
El tic-tac de la edad. Descolgado en la carrera anual, y por lo tanto lejos de lograr un billete para la Copa de Maestros –es el 40º en esa lista, a más de 1.500 puntos del octavo puesto que marca el corte–, el suizo intenta perdurar y triunfar en una franja de edad en la que ningún tenista masculino ni femenino ha logrado elevar un Grand Slam. El australiano Ken Rosewall es hasta hoy el jugador más veterano que ganó un major; lo consiguió en 1974, con 37 años y 2 meses, precisamente en Wimbledon. A continuación, figura el propio Federer, que con 35 y 11 se impuso en Londres hace cuatro años. Tanto Rosewall como el estadounidense Jimmy Connors son dos referentes de longevidad; el primero alcanzó al borde de los 40 las finales de Wimbledon y el US Open del 74, y el segundo llegó hasta las semifinales de Nueva York en el 91, con 39 años en el DNI.
BARTY-PLISKOVA, FINAL FEMENINA
Ashleigh Barty venció a la alemana Angelique Kerber (6-3 y 7-6(3) y disputará su primera final en Wimbledon. La número uno, de 25 años, tratará de añadir otro grande a su expediente tras el logrado en Roland Garros hace dos años.
La australiana tendrá enfrente a la checa Karolina Pliskova, que superó a Aryna Sabalenka (5-7, 6-4 y 6-4) y también se estrenará en el pulso definitivo de este sábado. Su historial no refleja ningún gran trofeo, aunque en 2016 alcanzó la final del US Open.
Por otra parte, este viernes se disputarán las semifinales masculinas. El italiano Matteo Berrettini y el polaco Hubert Hurkacz abrirán en la central (14.30, Movistar) y posteriormente les cogerán el relevo el rey del circuito, Novak Djokovic, y el canadiense Denis Shapovalov.
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