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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los grandes amores suelen terminar mal

Pelé y la gente del Santos no dejaron de quererse. Lo más frecuente, sin embargo, es una ruptura cargada de reproches, como el caso de Alfredo di Stéfano, Maradona o Cruyff

Enric González
Alfredo Di Stéfano y Pelé, en un acto público en 1983.
Alfredo Di Stéfano y Pelé, en un acto público en 1983.RAUL CANCIO

No siempre es el caso. La relación sentimental entre Pelé y el Santos fue tan larga y feliz que no concluyó nunca. O Rei jugó casi 15 años en el club de su vida, tuvo una despedida interminable (con gira mundial incluida) cuando las piernas no le daban para más, rechazó ofertas de instituciones europeas como el Real Madrid y la Juventus y acabó refugiándose en el Cosmos neoyorquino para engrosar su cuenta corriente. Pelé y la gente del Santos no dejaron de quererse.

Lo más frecuente, sin embargo, es una ruptura cargada de reproches. Ahí está el caso de Alfredo di Stéfano, la más asombrosa máquina de fabricar fútbol que han visto las gradas de Chamartín. Di Stéfano fue el principal responsable de que el Real Madrid obtuviera las primeras cinco ediciones de la entonces llamada Copa de Europa e inoculó en el madridismo el virus de la victoria: desde Di Stéfano, la afición merengue da por supuesto que lo normal es ganar.

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En 1964, después de sumar otro título de Liga española y de perder la final de la Copa de Europa ante el gran Inter de Helenio Herrera, el Real Madrid decidió prescindir de su mayor héroe. Tenía ya 38 años, se había peleado con el técnico Miguel Muñoz y no había comprendido las indirectas de Raimundo Saporta, mano derecha del presidente Santiago Bernabéu. El club ya no le quería. Le ofrecieron quedarse en un despachito sin tarea concreta (lo contó muy bien el periodista Alfredo Relaño), pero Di Stéfano era demasiado orgulloso como para dejar que otros decidieran por él cuándo podía abandonar la práctica del fútbol. En agosto de 1964 fichó por el Espanyol, donde entrenaba su amigo Ladislao Kubala. Y le envió a Bernabéu un telegrama sangrante, que incluía la frase “usted como padre me ha fallado”.

Bernabéu, dolido, borró el nombre de la barquita que tenía en Santa Pola. Su bote de pesca dejó de llamarse La Saeta Rubia. El presidente y el futbolista nunca volvieron a dirigirse la palabra. La afición no llegó a darse mucha cuenta de la trascendencia de aquella despedida, porque en 1966 llegó otra Copa de Europa, la última de Gento, la de los yeyés. Tardaron más de 30 años en volver a ganarla. Di Stéfano volvió, como técnico y finalmente como presidente de honor. Eran ya otros tiempos.

La ruptura entre Maradona y el Nápoles fue tan especial (un torbellino de drogas y suspensiones) que no vale como ejemplo. Sí vale, en cambio, la de Johan Cruyff y el Barcelona. Ahora parece increíble, porque se recuerda el gran regreso de Cruyff como técnico, pero en 1978 el mejor futbolista europeo y la afición azulgrana se despidieron de una forma gélida. Cruyff parecía haber perdido el gusto por el juego. La afición se sentía chuleada por un tipo que cada año ganaba más y hacía menos. El fervor de 1974, la temporada gloriosa, se había disipado por completo. Hubo pitos, un insulso partido de homenaje y un adiós que, pese a lo ocurrido después, no tuvo nada de “hasta luego”. Cruyff siguió siendo un genio, prácticamente cuarentón todavía ganó una Liga holandesa con el Feyenoord y se permitió inventar la frivolidad del penalti indirecto. Hicieron falta años para que el despecho mutuo entre afición culer y futbolista se convirtiera en añoranza.

Leo Messi se irá algún día del Barcelona. El futbolista más grande de la actualidad subió desde la cantera, pero nunca dejó de amar a Newell´s ni de sentirse rosarino. ¿Cómo será su último día? Quizá como el de Pelé y el Santos. Lo más probable, sin embargo, es que las cosas resulten más ásperas, porque los grandes amores futbolísticos suelen terminar mal.

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