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Alaphilippe gana en Niza y se viste de amarillo

El ciclista francés, uno de los grandes protagonistas del pasado Tour, se impone en un reducido ’sprint’ a Hirschi tras atacar en el último puerto

Alaphilippe, tras ganar la segunda etapa del Tour.
Alaphilippe, tras ganar la segunda etapa del Tour.SEBASTIEN NOGIER (Reuters)
Carlos Arribas

Julian Alaphilippe es un hombre feliz al mediodía de Niza, al fin luminosa y dulce a la mirada de los ciclistas temerosos, y un coro de aficionados frente a su autocar, a una decena de metros, siempre en la distancia, le entonan un coro afinado y glorioso de ánimo y amor, y un hombre deshecho en lágrimas cinco horas más tarde, y ya el sol empieza a bajar por detrás de las colinitas que rodean la ciudad y las sombras ya se alargan en el asfalto ondulado del paseo de los Ingleses en el que se sienta, la cabeza entre las piernas, sobre el que, unos minutos de nada antes, casi segundos, acaba de ganar la etapa.

Más que en los vatios y en la fuerza de voluntad, Alaphilippe, maillot amarillo again, 14 meses después de vestirlo 14 días el Tour pasado, su alma de líder, cree en la fuerza de los emociones que son tan fuertes que quien le contempla, quien le ve suelto, flexible, inteligente, y los ojos le brillan cuando el viento, de frente, un muro, les alcanza, ascendiendo al ataque la pequeña cuesta de Cuatro Caminos, en picado sobre el mar de Niza, ahí abajo, a una decena de kilómetros, no puede evitar sentirse trasladado a otro tiempo, otro lugar, a la subida del Poggio sobre San Remo, no tan lejano, el mismo aroma de mimosas en las cunetas, de pinos y cipreses, casi la misma luz, en la primavera de 2019 y también en agosto de 2020, y el Tour deja de ser el Tour por unos instantes mágicos.

La acción no es ya la de la carrera del cálculo y del juego de machos alfa que intentan imponer cómo se desarrollará la novela, cuándo habrá tiempos morosos, cuándo acción, emoción y brillo, y muchas veces lo hacen con trucos y añagazas que se ven venir de lejos, que toda la vida se han repetido y los viejos se conocen de memoria, movimientos policiales casi, como el desfile de los Jumbo, encabezado por su Tony Martin de vez en cuando. Ley y orden, se lee en la cara del rodador tremendo alemán, y viendo a su rueda los gestos de su jefe, Primoz Roglic, su brazo herido en la Dauphiné cada vez más vendado, no es ilícito pensar que más que hacer un aquí estamos y nadie se mueve, no deja de ser una maniobra para esconder posibles debilidades, y el desarrollo final de la etapa lo podría confirmar.

El comienzo, no. El comienzo, lo más duro y lento, los primeros primera de todo el Tour, la Colmiane, el Turini, se suben a ritmo de sprinter (en montaña, somnífero), lo que da tiempo al que dormita a soñar con Grace Kelly y Cary Grant, perdidos y perseguidos por esas mismas carreteras en un Hitchcock, y cuando bajan el Turini, sus curvas picudas de 180 grados, con un mojón afilado haciendo de perno, se echa hasta de menos el ruido de chirrido de neumáticos patinando en la gravilla de las cunetas, y los cambios de plano, y la emoción, el suspense, claro.

Solo al llegar al col d’Èze, tan amado por los corredores que bullen en la París-Niza en marzo, parece que Hitchcock ha resucitado y se ha puesto a dirigir, claqueta, sonido, acción, y todo pasa tan rápido entonces que el pelotón manso se queda en nada, y solo los muchos que se descuelgan en las cuestas pueden reflexionar, alimentados por el olor de los jardines frondosos azotados por la luz que refleja el Mediterráneo desde Cap Ferrat los y palacios de mármol que rozan, en cuántas muertes, cuántas guerras han costado esos jardines, esos palacios, el de los Rothschild, el del emperador Leopoldo, expoliador del Congo. Los ciclistas de delante, buenos cazadores, solo huelen sangre, miedo, el sudor delator de los rivales a los que piensan derrotar.

La etapa, la segunda etapa del Tour de la pandemia, se ha convertido, zas, en un nada, en una clásica. Es el final de la Milán-San Remo, Cipressa y Poggio encadenados, y los Deceuninck de Alaphilippe saben lo que tienen que hacer. Uno de ellos, Devenys, acelera fuerte en el col d’Èze, donde empieza la escabechina, y los ciclistas bajan sin aliento, y Dani Martínez, uno de los buenos, se traga un islote en mitad de una curva, y Valverde pincha y el esfuerzo de volver a enlazar en la bici de Oliveira le deja sin un segundo jump para llegar con fuerza al final; otro, el magnífico Jungels, acelera en Cuatro Caminos con oficio de lanzador de sprints y Alaphilippe a su rueda, chupando tracción, y los Jumbo y los Ineos se desbandan y chocan entre ellos buscando colocarse, y Kwiatkowski, del Ineos, derriba a Dumoulin, el segundo más fuerte del Jumbo. Y, así todo lo ocurrido hasta entonces, tanta ceremonia de achante, parece una película ridícula, porque ataca Alaphilippe.

Alaphilippe ganó la San Remo del 19, y perdió por nada la del 20, la que más le habría gustado ganar por una cuestión, of course, puramente emocional, porque el 20 de junio había muerto su padre, músico de orquesta de sala de fiestas que sufrió un ictus dos años antes, cuando Alaphilippe triunfaba en Colombia, y cuando se fue era un anciano sano y fuerte y cuando volvió se lo encontró casi sin habla y en silla de ruedas, y así le visitó el pasado Tour, cuando su primer amarillo. Al francés se le unen el inglés Adam Yates, un veterano en ese tipo de finales, peligroso, y el joven suizo Hirsch, tan fuerte como ambicioso y torpe, y a los dos derrota. Se derrumba y llora. “Se lo había prometido a mi padre”, dice. “En San Remo no pude. Aquí sí”.

Las costillas de Landa

Los misterios del rosario los habrán sacado del Tour, seguramente, de los rostros de los ciclistas después y antes de las etapas, los hay gozosos, siempre gozosos —Alaphilippe con o sin su bigote de mosquetero y sus ojos tan vivos; Higuita, cuarto en la segunda llega a Niza haciendo lo que dijo que iba a hacer, esperar a llegar en un grupo reducido y batirlos al sprint, o intentarlo—, y los hay dolientes de toda la vida, inmutables, de voz sin brillo, de mirada caída, como Mikel Landa, que en el Tour siempre sufre. En la primera etapa, el caos carnicero del sábado, perdió a su compañero Rafa Valls (rotura de fémur, no de clavícula como en principio se informó) y él mismo se cayó, y se golpeó en las costillas —“uff”, dijo, “me he golpeado donde me golpeó el coche que me atropelló en febrero”—, y por la mañana, antes de salir, temía que ese golpe pudiera con sus esperanzas de la misma manera que su caída en un abanico del Tour pasado o en Roubaix hace dos le hundieron en ambos Tours. Por la tarde, aún con el mismo hilo de voz, siguió quejándose, pero menos. “Ha sido un día complicado, y solo habría faltado la lluvia para completarlo”, dijo el líder del Bahréin al terminar la etapa en el mismo grupo de todos los favoritos, a 2s de Alaphilippe. “Me he levantado mal, con malas sensaciones pero poco a poco he entrado en calor. En la bici no me he sentido ni tan mal”.

El escalador alavés es, junto al mallorquín Enric Mas, del Movistar, el español que más piensa en brillar en la general, un empeño que la subida mañana a Orcières Merlette, primer final en alto, pondrá a prueba. “Los finales en alto son mejor que otra cosa”, dijo. “Espero estar recuperado”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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