Nápoles: la vieja normalidad
Más de 5.000 napolitanos se juntaron para celebrar la victoria de su equipo en la Copa de Italia. Hay cierta ingenuidad -o hipocresía- en pretender que todo cuanto rodea al fútbol se fuese a desarrollar de forma ejemplar tras la pandemia
Toda esa labor cosmética que el fútbol europeo venía acometiendo desde hace semanas saltó ayer por los aires tras la victoria del Nápoles en la Copa de Italia. A media noche, según reportan algunos medios locales, más de 5.000 personas se agolpaban alrededor de la Fontana del Carciofo para celebrar la victoria de su equipo sin atender al mínimo cumplimiento de las recomendaciones decretadas, con un desprecio absoluto por el dolor que ha dejado tras de sí la pandemia pero tambien hacia el sentido común y las posibles consecuencias futuras. Se corearon los nombres de Gattuso, Mertens o Insigne, entre otros, y se profirieron cánticos contra el eterno rival, la Juventus. Pero de Luca Franzese, el emblema de la ciudad en pleno avance de la covid-19, el actor y entrenador de Artes Marciales Mixtas que denunció el abandono del estado, el hombre que se grabó en pleno confinamiento junto al cuerpo sin vida de su hermana, ya nadie pareció acordarse.
El fútbol moderno lleva mucho tiempo en manos de ejecutivos y tecnócratas pero sigue respirando por los pulmones de los aficionados. En ciudades como Nápoles, camina y ruge como una bestia. Más que una cuestión de colores, es un asunto geopolítico, de honor, apellidos y cicatrices. El negocio se encuentra en el centro de todas las decisiones y es por dinero que las principales ligas europeas han decidido reactivarlo con el apoyo de sus respectivos gobiernos. Lo han hecho, además, tratando de convertir el fútbol en un espectáculo aséptico, casi burocrático, rodeado de unos protocolos de actuación que se encargan de ofrecernos imágenes potentísimas con la clara intención de escenificar que todo está bajo control: estadios vacíos, futbolistas y técnicos con mascarillas, ruedas de prensa telemáticas, entregas de trofeos desapasionadas... Sin embargo, todos estos intentos por maridar el fútbol con la emergencia sanitaria quedaron ayer en evidencia porque, al parecer, nadie tuvo en cuenta su naturaleza más oscura, esa capacidad suya para ejercer como detonante de lo impropio.
Permitir la vuelta de las competiciones oficiales significaba, entre otras muchas cosas, arriesgarse a los estallidos de júbilo y furia por diferentes causas; a perder el control de las masas en cualquier instante y lugar; a demostrar, una vez más, la incapacidad general para anticipar los desajustes de la pasión y corregir sus excesos. Hay una cierta ingenuidad -o tal vez sea hipocresía- en pretender que todo cuanto rodea al fútbol se fuese a desarrollar de manera ejemplar tras los rigores de la pandemia. Frente a una mayoría de aficionados civilizados y responsables, a menudo silenciosa, existe toda una marabunta dispuesta a insultar, a agredir, a derramar sangre en nombre de unos colores y ahora, también, a poner en peligro su salud y la de los demás. Cuesta creer que nadie fuese capaz de anticipar este tipo de escenarios y, por tanto, se impone confiar en que nos encontramos ante una especie de fuego controlado, un ensayo general por si en algún momento decidimos volvernos todos locos e instaurar la vieja normalidad, como los napolitanos. Siendo optimistas, y a falta de otras consideraciones, lo único evidente es que volveríamos a creer en Maradona por encima de todas las cosas y, además, comeríamos mejor.
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