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PISTA LIBRE
Columna
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La crisis del Barça y la cuestión del poder

A cualquiera de los que ahora suenan si cayese Valverde les tocaría asumirse como técnicos más pendientes de lo cosmético que de lo sustancial

Santiago Segurola
Valverde, durante la final de la Copa del Rey.
Valverde, durante la final de la Copa del Rey.Julio Muñoz (EFE)

Aunque las crisis irrumpen repentinamente en muchas ocasiones, el fútbol suele avisar de lejos. Es la situación que preside el estado del Barça, que vislumbraba el triplete hace un mes y ahora está aturdido por el destrozo de Anfield. Su derrota en la final de Copa le ha añadido más pesadumbre: negatividad general, inquietud y búsqueda de soluciones mágicas. Ninguno de los déficits actuales mereció mayor interés cuando el Barça se embarcaba hacia Liverpool con la Liga en la mano y el 3-0 en el partido de ida. En tres semanas, el viento del fútbol ha convertido su alegre recorrido en una tormenta de imprevisibles consecuencias, con el entrenador como primer actor del festín crítico.

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Una característica del Barça es su peculiar relación con los entrenadores. Todos los clubes, y especialmente los más grandes, están definidos por su centro de gravedad. Es decir, la localización del poder y su efecto sobre el equipo. En términos generales, existen tres categorías de poder: la que detentan de manera exclusiva los presidentes —el Real Madrid representa un caso palmario—, la asignada al entrenador por su enorme prestigio en el universo social del club —Simeone lo simboliza mejor que nadie— y la que concentra el peso decisorio en los jugadores, como ocurre en el Barça.

No es habitual una referencia como la del Barça en este capítulo de poder y fútbol, en gran medida porque no hay equipo que disponga de un jugador de la magnitud histórica de Messi y muy pocos comparables con su saga de éxitos. A esta realidad se añade otra, en apariencia más etérea, pero que en el Barça resulta capital: el método. El Barça es un producto reciente, el que separa la trayectoria un equipo decepcionante —dos Ligas entre 1960 y 1991, ninguna Copa de Europa— y el coloso que emergió con Cruyff para ganar 16 Ligas, cinco Copas de Europa y ocho Copas del Rey.

El moderno perfil del Barça está definido por la propuesta del holandés y su principal heredero ideológico, Pep Guardiola, a quien se puede atribuir una paradoja: es más cruyffista que Cruyff. Guardiola fue el último entrenador sobre el que gravitó el poder del club. Llegó sin experiencia, pero comprendió la naturaleza de la institución y la oportunidad que le ofreció el momento. Despidió a Ronaldinho y Deco, exigió una espartana pretemporada a Eto’o y no permitió la menor resistencia a su ideario.

Guardiola abandonó el Barça porque su nuevo presidente, Sandro Rosell, le rechazaba como máximo factor de influencia y porque había llegado otro tiempo, el de Messi y los futbolistas que reclamaban el poder que daba les daba su autoridad en el fútbol mundial. Desde entonces, el Barça ha recurrido a cuatro entrenadores: Vilanova, Martino, Luis Enrique y Valverde. Excepto Martino, todos con éxitos apreciables, pero sometidos a un discutible margen de maniobra, el que marca un club donde su gran estrella y su mejor generación de futbolistas —ahora todos por encima de los 30 años— detentan un poder categórico.

Ninguno de ellos —Piqué, Busquets y Luis Suárez— han encontrado el menor asomo de competencia interna, problema que se ha declarado repetidamente en Europa y que se evidenció en Sevilla, donde la alineación dependió mucho menos de Valverde que del miedo de los dirigentes a modificar la relación de poder. Sólo dos entrenadores, Jurgen Klopp y Pep Guardiola, estarían en condiciones de operar sin restricciones en el Barça. A cualquiera de los que ahora suenan —Koeman, etc.— les tocaría asumirse como técnicos más pendientes de lo cosmético que de lo sustancial, salvo que la directiva se decida a asumir un cambio radical en el juego del poder, que ahora corresponde a sus estrellas. Por lo que parece, no tiene la pinta.

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