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Navajas y perfumes, en el panteón del fútbol argentino

Un comisario bonaerense colecciona objetos que incauta o le tiran en los estadios y hará un museo para que visiten sus amigos

Objetos que ha coleccionado Gustavo Ciraco.
Objetos que ha coleccionado Gustavo Ciraco.

El fallido superclásico entre River y Boca para definir al campeón de la Copa Libertadores ha sido un concierto de errores que acabó cediendo el mando de la situación al sentido común. O sea, a que el partido no se juegue. La barbarie regaló miles de postales, una más salvaje que la otra. Entre ellas, el vídeo tomado con un móvil de una madre camuflando bengalas en el cuerpo de su pequeño hijo para burlar los controles policiales. La mujer, primero detenida, luego liberada, fue condenada en un juicio abreviado a dos años y ocho meses de prisión en suspenso y 48 horas de tareas comunitarias. Además, deberá realizar un tratamiento psicológico y no podrá concurrir a estadios. Su impunidad está apoyada en algo sencillo: muchos otros también lo hacen.

Navajas, cuchillos, mancuernas, bengalas y morteros. También mecheros, cinturones, zapatillas, petacas, paraguas, monedas, jeringas y hasta perfumes importados. El museo de Gustavo Ciraco lo tendrá todo. En los últimos nueve años, el comisario inspector de la Policía Bonaerense fue coleccionando objetos que recogía o le tiraban en los estadios que controla a diario. Los rotuló con la fecha y el lugar y buscó un espacio en su casa para exhibirlos. “Es para cuando vengan mis amigos a comer asado en casa”, cuenta a EL PAÍS. El espacio también tendrá regalos que árbitros y jugadores le hacen a él y otros policías. Tarjetas rojas y amarillas, camisetas y pelotas. Hay una sola cosa que Ciraco nunca le revolearon dentro de un campo: llaves. Se ve que ningún cobarde es tan valiente como para dormir fuera de casa.

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“La zapatilla me la tiraron en cancha de Racing, en realidad se la tiraron al entrenador Luis Zubeldía porque venían perdiendo. Fue en el momento en que lo acompañábamos hasta el túnel, al terminar el primer tiempo. Es una Nike de cuero, talle 44, lástima que tiraron una sola”, recuerda el policía de 46 años, y enumera: “Tengo palos de bombos, también platillos. Manoplas para pelear que las tiran antes de llegar al control policial. Algún que otro cuchillo que nos ha pegado en los cascos”.

El destacamento dos de infantería, donde trabaja, tiene jurisdicción en tres de los ayuntamientos más calientes del extrarradio de Buenos Aires —Avellaneda, Lomas de Zamora y Lanús—, en el que viven unas 900.000 personas. Es difícil establecerlo, pero esos 200 kilómetros cuadrados deben ser también una de las zonas más densamente pobladas de estadios de fútbol en el mundo, con 12. Una cancha cada 16 kilómetros cuadrados. El trabajo es tanto que un policía llega a cubrir tres partidos en un día. Y muchas veces surgen los errores.

Es común en los estadios ver agentes provocando a los ya enardecidos hinchas, a veces dibujándose en su cuerpo la camiseta del equipo rival, otras, más graves, pegando palazos sin sentido. El policía reconoce que esos casos suceden cuando la inexperiencia juega una mala pasada. Además, “más de una vez damos una mala indicación. Nosotros conversamos mucho entre nosotros para evitar la mayor cantidad de problemas”, explica.

La situación en la Provincia de Buenos Aires ha mejorado en los últimos años, en parte por el trabajo de la Aprevide, la oficina que tiene a cargo la seguridad deportiva, a cargo de Juan Manuel Lugones. A Ciraco no le sorprende nada. El ya vio como sus compañeros encontraban "pirotecnia o bengalas a criaturas entre los pañales, también en discapacitados". "Me acuerdo de uno que lo llevaron detenido y rengueaba", agrega, "tenía una navaja en la zapatilla". Las zapatillas son, junto con medias, corpiños y bombachas, los lugares más comunes en los que la gente esconde cosas, "es una contradicción porque es el primer lugar donde buscamos", dice Ciraco.

La prohibición que rige sobre el público visitante en Argentina desde 2013 está en estudio para ser levantada, en parte, por necesidades comerciales de la Superliga. “A título personal estoy mucho más tranquilo así, solo con público local, porque los ves todas las semanas y muchas veces podes negociar un buen comportamiento”, opina el policía. Y agrega: “Lo peor que tienen la mayoría de los estadios es que la ciudad creció alrededor de ellos y ahora están en un barrio. En Europa tenes el estacionamiento y la gente puede entrar tranquila, los ves venir de lejos. Acá a veces estás cacheando y tenes al vecino al lado”.

“Capaz te llegan diez colectivos faltando cinco minutos para que empiece el partido”, analiza, “Creo que es una cuestión de cultura y educación. A veces es gracioso el contraste cuando viene un equipo de afuera porque entran tomando cerveza. En su país pueden hacerlo y eso nos decimos entre nosotros para tolerar, porque no tienen porque saber nuestras leyes”.

Conocer la violencia en los estadios de Argentina no necesita de archivos. Siempre hay un episodio presente. El último fue el de la Superfinal. Las medidas de seguridad se han endurecido para el público común, pero no para los barras, que siguen moviéndose como quieren. No son “inadaptados”, como se les llama, sino que el sistema entero está armado para ellos. Y están terminando con todo.

La imagen de la Selección Argentina ganando el mundial en 1978 en un campo de papelitos cortados fue la postal del fútbol de este país en el exterior. Muestra el condimento que ha hecho única a esta versión del deporte, la del folclore, que también incluía bombos, platillos y trompetas y hasta picnic familiares en plena platea. Imágenes que pasaron a ser el dulce recuerdo de una cultura, la del fútbol, que se rehúsa a jugar.

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