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Orlando Ortega y Ana Peleteiro, dos séptimos puestos no despreciables

El vallista tuvo que rendirse ante rivales mejor preparados y la triplista se lesionó después de hacer la mejor marca de su vida

Carlos Arribas
Orlando Ortega en la seminifnal de 110m vallas en Londres.
Orlando Ortega en la seminifnal de 110m vallas en Londres.Matthias Schrader (AP)

España entró a la sesión del lunes dos finalistas y el sueño de un podio y salió con dos séptimos puestos no despreciables y una constatación, que Ana Peleteiro avanza hacia la madurez muy deprisa por fin.

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Orlando Ortega, el que permitía soñar por su carácter y su historial, peleó y se rindió a la lógica. Terminó séptimo (13,37s) en una final de 110m a la que los rivales habían llegado mejor preparados que él. Su voluntad no derribó barreras ni frenó a los competidores que volaban desde la salida delante de él. Ganó el mismo que le ganó el oro en Río, Omar McLeod (13,04s) por delante del ruso sin bandera Serguéi Shubenkov (13,14s), el campeón Mundial de 2015. Un podio muy ordenadito acorde a los dictados del escalafón y la historia y un respiro para Jamaica, que no había ganado ningún oro aún. “Eso me cargó de presión”, dijo el vallista que, dada su gran velocidad también en liso (ha bajado de los 10s) participará probablemente en el relevo corto de su país. “En Río, las medallas de Bolt y Elaine Thompson me empujaron casi sin querer. Aquí he tenido que brillar yo con luz propia”.

Todas las competiciones de Peleteiro, para quien la emoción no se puede separar del rendimiento, incluyen unos momentos lágrima que las hacen virar entre la alegría y el drama. Llora cuando le salen las cosas y llora cuando se cae. En Londres ha llorado de las dos maneras. La campeona del mundo júnior ha entrado en una mejora de una final de un Mundial con una demostración de carácter competitivo y en el siguiente salto, el cuarto, se ha liado con las piernas, ha caído mal y se ha dado un golpe en la rodilla izquierda que la ha hecho revolcarse por la arena puro grito. Desde el banquillo pudo ver de cerca cómo su compañera y amiga Yulimar Rojas le ganaba el oro a la rival de siempre, Caterine Ibargüen, jaleada por todo el conjunto de apoyo –Nelson Évora, Teddy Tamgho…-- que hace invencible en los grandes momentos a las entrenadas por Iván Pedroso.

Lo de las palmas de ánimo a los triplistas lo inventó en 1981 Willie Banks, un saltador único, en un mitin en Estocolmo en el que convenció a unos suecos que vertían cervezas en su coleto sin parar para que sus ánimos desparejados y palmadas arrítmicas tuvieran algún sentido atlético. Su uso se extendió y su eficacia se dio por establecida sin más comprobaciones. Mediada la competición de triple femenino, Rojas reclamó al público su fuerte palmeo rítmico, pero el estadio hasta los topes, embebido como estaba en una semifinal de 400m femeninos, no le prestó ninguna atención. Cabreada por la indiferencia, la venezolana del pelo verde se lanzó con rabia hacia la tabla. Aterrizó en el foso con un salto de 14,82m. Su mejor intento de la noche hasta entonces. La rival, Ibargüen, le estaba ganando hasta entonces con 14,69m.

El salto sin palmas no fue el definitivo, pero no solo probó empíricamente la influencia del público chillón en el rendimiento, sino que le abrió el camino para derrotar por primera vez en una gran competición a Ibargüen, la campeona olímpica, la luchadora que nunca se rinde. En el quinto salto, los 14,91m de la venezolana acabaron definitivamente con la resistencia colombiana. Para entonces, Ana Peleteiro, que estaba haciendo la mejor competición de su vida adulta, ya no estaba allí. Como si su alma cubana se rebelara, alimentada por la fe que su entrenador deposita en ella, la saltadora gallega, logró, a los 21 años, aún, que un salto decisivo, el tercero de antes de la mejora, fuera su mejor intento. Saltó 14,23m, la mejor marca de su vida, y se puso séptima. “Y tenía el salto de mi vida en las piernas, lo notaba”, dijo después, medio compungida medio feliz.

En la pista, el estadio celebraba el triunfo de los colores primarios, el amarillo, el rojo y el azul, los que Goethe recomendó a los independentistas de la Nueva Granada para su bandera, y que comparten Venezuela y Colombia. En el cuadro, como diría Mondrian, que nunca lo usó, sobraba el verde, el color de la locura pintado en el pelo de la campeona.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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