Luz contra oscuridad
No hay nada como el fútbol para cimentar una rivalidad enconada y duradera
La rivalidad existe desde que el mundo es mundo y los seres vivos compiten por un mismo objetivo: un poco de comida, sexo, poder o la Liga de Campeones, depende de los intereses desarrollados por los contendientes en cuestión. Toda vida conlleva la aceptación de ese demonio que nos incita, cada cierto tiempo, a batirnos en pos de una meta común e indivisible, en casos extremos incluso todo el tiempo, vidas enteras entregadas a una contienda constante.
Desde pequeños aprendemos a rivalizar sin apenas darnos cuenta, un poco como a caminar pero sin despellejarnos las rodillas, a excepción de ciertos animales competitivos como aquel primo mío que se arrojaba escaleras abajo cada vez que su hermano llegaba a casa con una pequeña herida y mi tía le ponía una tirita: nunca vi persona más feliz con un hueso enyesado, para él era toda una victoria. En mi querido Campelo, por ejemplo, la rivalidad forma parte de nuestras rutinas diarias de un modo natural: nos peleamos por ocupar los primeros bancos en la iglesia, por un pedazo de playa en el que mariscar, por la vez en la peluquería, por el fútbol… Recuerdo una ocasión en que dos hermanos casi se matan durante la disputa de una final de la Copa del Rey, tan entregados a la defensa de sus colores que hubo que llamar al cura para convencerlos de que depusieran las armas y se batiesen a hostias en la acera del bar, como buenos cristianos.
Y es que nada como el fútbol para cimentar una rivalidad enconada y duradera, si acaso una guerra civil pero tampoco es cuestión de ponerse en lo peor. Además, es de los pocos ámbitos de la vida en que el triunfo no siempre va ligado a la victoria: basta con una derrota del gran rival a manos de un tercero para sentirse el rey del mambo, en especial cuando se está poco acostumbrado a saborear las mieles del éxito. Yo mismo, sin ir más lejos, disfrutaba como un cerdo en una charca cada vez que el Real Madrid perdía un partido cualquiera, incluso los de pretemporada, y en una ocasión llegué a pintarme el escudo del Odense en un brazo durante semanas, a modo de tatuaje, después de que el equipo danés apease a los blancos de la antigua Copa de la UEFA.
A día de hoy, sin embargo, apenas logro regocijarme con los batacazos merengues salvo en muy contadas excepciones. Me gusta pensar que todo es culpa de Cruyff y su segundo advenimiento, aquel cambio de mentalidad que terminó por refinar mi odio hasta convertirlo en simple competencia deportiva. La rivalidad entre Barça y Madrid representa el equivalente a la lucha eterna entre luz y oscuridad, por eso durante décadas me deprimía con solo mirar al cielo, en una noche cualquiera, con todo aquel negro ganando de calle. Pero entonces llegó él, nuestro Rust Cohle particular, para ofrecernos una nueva perspectiva y llenar de gozo nuestras vidas. “Al principio todo era oscuridad”, dice McConaughey en el capítulo final True Detective, “así que, si me preguntas, la luz va ganando”. ¿Por qué alimentarlos con nuestro odio si apenas son algo más que simples rivales y, además, van perdiendo?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.