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ARTE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Puré de patata sobre Monet

Lo único que van a conseguir los ecoagresores es que a la prohibición de los paraguas, los bolsos y las botellas de agua se sume la obligación de poner los cristales delante de las obras para protegerlas

Un grupo de ecologistas arroja botes de sopa de tomate sobre 'Los girasoles' de Van Gogh en la National Gallery de Londres.
Estrella de Diego

La pregunta es, sin duda, más elaborada que la acción: qué sentimos al ver la belleza agredida frente a nuestros ojos en un museo neerlandés, en la National Gallery de Londres o en cualquier otro museo del mundo. La respuesta es obvia: horror, indignación. Entonces, continúa el discurso de los activistas del clima que tienen su baza más sólida en la difusión por las redes de sus performances, reflexionemos un instante. Ante La joven de la perla, de Vermeer, había cristal y el daño ha sido menor, pero ¿qué pasa con el planeta? Ningún cristal lo protege y nuestro modo de vida está echando sin tregua sobre ese ser frágil botes de tomate o puré de patata.

Los activistas insisten en que en sus acciones —la más reciente sucedió el sábado en Madrid, cuando dos personas se pegaron a los marcos de La maja desnuda y La maja vestida de Francisco de Goya en el Museo Nacional del Prado— hay siempre damage control: nunca se les habría ocurrido verter puré o tomate sobre una obra sin protección. Sin embargo, cuando se llevan a cabo este tipo de acciones parece imprescindible tener en cuenta el efecto llamada que pueden producir. ¿Tendrán las posibles siguientes agresiones el mismo respeto hacia las superficies sin protección? ¿Cómo explicar el supuesto pegamento sobre el esqueleto de un dinosaurio milenario en Berlín, parece que sin cristal protector, para subrayar la extinción humana a causa de los daños al planeta?

La metáfora del tomate y el puré de patata —al menos en el análisis de cierto discurso teórico cuando se aproxima a los hechos— tiene, además, connotaciones impecables a propósito de la producción de alimentos, los alimentos procesados o hasta la falta de alimentos en el mundo, que se relacionan de manera inequívoca con lo perentorio de la existencia en nuestro planeta y los modos de cultivo y ganadería no extensivos que contribuyen al deterioro de esta bella criatura sin cristal sobre la que arrojamos nuestras malas prácticas: la Tierra.

En cualquier caso, por unas u otras razones este tipo de prácticas vandálicas en un museo o con una obra de arte han ocurrido desde el principio de la historia, si bien temo que la obsesión actual de ciertos directores de museo por convertir a las instituciones en lugares casi solo para el activismo político puedan animar estas acciones, en mi opinión bastante discutibles. Es más, entre algunos historiadores el ataque a las obras artísticas ha formado parte del propio imaginario para las prácticas artísticas, desde los iconoclastas —denunciados en Bizancio como blasfemos—, hasta las numerosas destrucciones por motivos políticos durante la Revolución francesa o en la Rusia soviética, por citar dos entre tantos ejemplos en la historia de Occidente.

El tema, complejo y recurrente, ha dado lugar a estudios tan apasionantes como el clásico libro de Dario Gamboni La destrucción del arte. Iconoclasia y vandalismo desde la Revolución francesa —traducido por la editorial Cátedra el año 2017— y a numerosas exposiciones en las cuales se ha regresado a ese asunto que interesó a Ai Weiwei en 1995, cuando en su acción —convertida en una foto con tres ejemplares de tirada para la venta— arrojaba al suelo una urna de cerámica perteneciente a la dinastía Han —o eso dijo— que se hacía pedazos.

Ai Weiwei era uno de los creadores exhibidos en la muestra del museo Hirshhorn de Washington, celebrada en 2002, Damage Control. Art and Destruction after 1950, cuyo resultado irregular —lo comentaba el crítico Philip Kenicott en The Washigton Post— ponía de manifiesto cómo a veces las acciones iconoclastas en la historia del arte tienen regusto a ocurrencia. Pasó algo semejante en otra exposición más reciente sobre el mismo tema: Art Under Attack. Histories of British Iconoclasm, una muestra de la Tate Modern el año 2013, que tal vez prometía más de lo ofrecido, si bien no faltaron entre las piezas expuestas los muy sonados ataques de las sufragistas a finales del XIX. Justo en ese momento se empezó a instaurar en los museos algo que hoy es rutina. Tras discutir si vetar o no la entrada de las mujeres a las instituciones para evitar sus ataques a las obras, se optó por no permitir paraguas o bolsos dentro de los recintos museísticos.

De hecho, una de las agresiones más conocidas ocurrió con la Venus del espejo de Velázquez, perpetrada por Mary Richardson en su atentado del 10 de marzo de 1914. Era un modo —bastante radical— de llamar la atención sobre la hiperexposición de los cuerpos de las mujeres en los museos, que retomarían años más tarde las Guerrilla Girls de una forma igual de radical, pero menos lesiva para las obras. Esta acción de Richardson, junto con el spray sobre el Guernica en el MoMA neoyorquino cuando Tony Shafrazi llevó a cabo su acción “artística” en 1974, es una de las más populares entre las vandalizaciones a las obras de arte que dio lugar a comentarios tan peculiares como los de Alfred Gell. En su libro Art and Agency —de 1998 y traducido al español en 2016— proponía considerar a la Venus del espejo tras el atentado una obra nueva: el trabajo conjunto de Velázquez, la sufragista y el equipo de restauradores de la National Gallery de Londres.

Sea como fuere y sin entrar en valoraciones éticas a propósito del daño a las obras —o sus superficies—, que las hay, lo que no tengo en absoluto claro es que el museo sea el mejor lugar para llevar a cabo acciones de toma de ecoconciencia. No solo porque, a pesar de que los museos están hoy muy entregados a los turistas, deberían tener algo de “estado santuario”, con la significación que dio al término California durante las malas rachas políticas: un lugar de protección y a salvo de violencia para todos y todas. Aunque no lo tengo claro fundamentalmente porque al poder fáctico hoy, a las grandes corporaciones —o individuos— que controlan y dirigen esas redes de las cuales los activistas se sirven para difundir sus ataques en los museos, les preocupa lo justo que se destruya una obra emblemática de Vermeer. Tan poco como que el planeta se extinga, por cierto, entretenidos como están de subir un ratito a la estratosfera. Mala elección de objetivo, pese a reconocer que es la más fácil, diría a los activistas.

Al final, lo único que van a conseguir los ecoagresores, en el mejor de los casos, es que a la prohibición de los paraguas, los bolsos, las botellas de agua y los táperes se sume la obligación de poner los cristales delante de las obras para protegerlas. Tampoco es nada nuevo: el Guernica estuvo años parapetado tras un cristal y era una verdadera tortura. Además, estas ecoagresiones a las obras de arte son la manera rápida de convertir a los museos —más de lo que ya son— en unos nuevos aeropuertos. Y me preocupa, pues será un paso más hacia el control de nuevas vidas privadas por ese Gran Hermano que ya es mucho más que ficción. En fin, espero al menos que el puré fuera casero y hecho con productos de proximidad.

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