Mamá Ema
A golpe de fuego y reguetón, la última película de Pablo Larraín es un nuevo portento de uno de los cineastas menos convencionales y más inteligentes de Latinoamérica
Como un animal mitológico, Ema echa fuego por la boca. Su capacidad destructiva solo es comparable a su fuerza para reconstruir lo que arrasa. El fuego es un elemento clave en la última película del chileno Pablo Larraín, un nuevo portento de uno de los cineastas menos convencionales y más inteligentes de Latinoamérica, capaz de sorprender con cada película. De No, que indagaba en las paradojas del plebiscito que supuso el fin de Pinochet, a Jackie, intenso retrato de la ex primera dama estadounidense rodada en inglés con Natalie Portman, o El club, incómoda disección de un grupo de curas pedófilos. Larraín asume riesgos casi suicidas con una naturalidad y valentía pasmosas. Su nueva película no solo no se escapa de ese riesgo sino que va incluso más allá. Un filme inclasificable que aborda un asunto polémico: los nuevos modelos familiares. La protagonista es una bailarina milenial, casada con el director y coreógrafo de una compañía de danza contemporánea, que acaba de devolver al hijo que ambos tenían en adopción. El cisma que esa espantosa decisión desencadena en ella y su pareja la llevará a reconstruirse usando el poder de su cuerpo, de su sexo y de su juventud. Maternidad, baile y libertad juegan aquí un insólito trío cuyo voltaje no deja de crecer a lo largo de toda la película.
EMA
Dirección: Pablo Larraín.
Intérpretes: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Paola Giannini.
Género: drama. Chile, 2019.
Duración: 102 minutos.
Rodada en Valparaíso, inquieta ver los elementos urbanos que Ema va calcinando con su lanzallamas casi como involuntaria premonición de lo que vino después no solo en la bellísima ciudad del Pacífico sino en el resto del país. A golpe de reguetón y de sinuoso autotune, Ema y sus amigas se mueven por los códigos del presente, sin fronteras ni en la calle ni en la cama, usando su cuerpo y su baile para todo y contra todo. Es cruel cuando le escupe a su pareja —un Gael García Bernal atrapado y desconcertado ante una mujer cada vez más poderosa—, que es mayor y estéril, pero a la vez se las arregla para ser imaginativa en sus afectos. La actriz protagonista, Mariana Di Girolamo, logra un equilibrio imposible entre contención y desesperación. Hace creíble a una mujer que podemos amar o detestar sin que eso importe demasiado. Porque Larraín le otorga a su personaje un poder incalculable y redentor: ser dueña de sí misma y de su destino. O como ella misma se define ante la directora de un colegio donde aspira a dar sus lecciones de baile: “Yo lo que enseño es libertad”.
Babelia
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