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TRIBUNA LIBRE
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Fotografías

Las fotos traen el pasado de un modo sorpresivo. Se imponen sobre un presente que nos hemos resignado a aceptar

GETTY

Todos podemos tener una cámara de vídeo, grabar lo que sucede a nuestro alrededor, copiarlo y almacenarlo. Es la “reproducción técnica” sobre la que escribió Walter Benjamin. Retrocedo 30 o 40 años, cuando recorrí a pie parte de América Latina con un par de amigos. En aquel entonces se usaban rollos de película, que se revelaban (nunca el nombre designó mejor el resultado de un acto) y luego se veían las imágenes proyectadas sobre una pared o en un visor de diapositivas. No estoy hablando del Pleistoceno. El celuloide donde se imprimían esas imágenes era relativamente perecedero y acuciado por la desaparición de los colores que se desvanecían lenta pero implacablemente. Eran imágenes muy elegidas, ya que el precio de un solo rollo de película obligaba al ahorro reflexivo. Por eso, las que se conservan hasta hoy muestran muy buenos encuadres y luz bastante exacta. Se las pensaba, se medía la luz con un fotómetro, se establecía la apertura de la lente y la distancia para el foco.

Gracias a esas imágenes, pude reconstruir los itinerarios de mis viajes, y otros publicaron estudios sobre desconocidas iglesias coloniales del altiplano argentino y boliviano. Gracias a ellas, puedo recordar que fui joven alguna vez.

Antes de esas diapositivas de mis viajes hubo algunas fotos en blanco y negro de mi infancia. Mi padre con poncho, traje y chambergo; yo a su lado, bastante emperifollada para el casamiento rural al que fuimos invitados en medio de lo que era casi un desierto, aunque después aprendí que esa desolada aridez había sido provocada, durante la guerra mundial de 1914, por la primera deforestación masiva en territorio argentino. No quedaba ni uno de los magníficos algarrobos que habían traído lluvia y sombra a esa región que se había convertido en una extensión polvorienta, donde crecían solamente los cactus, los espinillos, y unas cuantas cabras se alimentaban de yerbas amargas y raquíticas. Los que recordaban el pasado hablaban de la sombra de los algarrobos y de la bebida fermentada que se hacía con sus vainas amarillas. En suma: unas decenas de imágenes de mis viajes y dos docenas de fotos de infancia. Para las aventuras rurales que viví durante esas décadas, bastante poco documento.

Abro mi celular y me dedico durante más de media hora a repasar centenares de imágenes de Dublín, de Londres, de Andalucía, Castilla, Viena y, sobre todo, de Berlín. No exagero: centenares, quizá miles. Muchas de estas “carpetas” y “álbumes” ni siquiera he vuelto a mirarlos después de mi regreso. Por suerte, no hay videítos, porque nunca tuve inclinación por captar gente a la disparada y en movimiento casi siempre desacompasado. Pero imágenes fijas las hay a montones.

Durante un viaje en bus desde el Zoologischer Garten hasta Wallotstrasse en Grünewald, me propuse registrar todo el recorrido con mi cámara digital (no con un teléfono, que en ese momento traían peores lentes). Tampoco volví a ver esas fotografías, pero sé que están allí agazapadas, en caso de que, eventualmente, me rinda a la nostalgia de ese recorrido por la ciudad que tanto me gusta (quizá la que más quiero en Europa, seguramente porque fui feliz). Berlín, ciudad amable y musical, ciudad donde yo no era nadie, una becaria de un país más o menos insignificante. Mis compañeros del instituto que nos albergaba venían de Europa del Este, de la India o de África, regiones y continentes que tenían mucho más sentido que la ciudad de Buenos Aires, de la cual, por otra parte, yo evitaba hablar, escondiéndome en una especie de nacionalidad indeterminada que, váyase a saber por cuáles razones, me acercaba a una polaca y a un congolés. Como el presente parecía eterno, no tomé fotos de esos dos amables compañeros.

O sea que de mis primeros viajes no tengo registros o conservo muy pocos porque la técnica y el soporte en celuloide eran muy caros. Y tampoco tengo de los viajes que realicé después, sin apremios económicos gracias a generosas instituciones, porque olvidé comprar una cámara en Berlín. Releo la frase y veo que es completamente inverosímil. Ningún lector va a creerme que olvidé comprar una cámara en Berlín, uno de los actos más sencillos del planeta. Créanme o no, fotos no hay sino unas pocas.

Las fotografías traen el pasado de un modo avieso y sorpresivo. Se imponen sobre un presente que, mal o bien, ya nos hemos resignado a aceptar. ¿Yo fui aquella que parece feliz allí, en Potsdamer Platz o en el jardín del museo de Hamburger Bahnhof? Si se prefiere una pregunta que me ubica en otros territorios, mientras miro el tamaño de la mochila que cargaba en pleno altiplano: ¿yo soy la misma que pudo llevar esos kilos a la espalda y caminar a 3.000 metros de altura? ¿Qué ha pasado conmigo: un terremoto, un maleficio, el desinterés de los viajeros curtidos por la experiencia?

En todo caso, algo ha quedado por el camino. Y ahora me pregunto: ¿por qué no habré tomado más fotografías? Probablemente no volvería a mirarlas, pero sabría que están allí.

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