Los chicos de OT: ¡y dale con la matraca!
El mayor enemigo al que se enfrentan los jóvenes talentos del concurso es de lo más cruel: el hartazgo
¿Creían haberse librado de ellos? Pues no. Con el tembleque del mono mediático, a caballo de ese síndrome de abstinencia que ha durado escasos días, a los inventores de ese fenómeno masivo, viral y audiovisual —más que musical—, les entró miedo al vacío, terror ante la falta de audiencia e improvisaron una secuela más el martes noche en la Primera de TVE: La última gala de Operación Triunfo. ¿Última...? ¿De verdad? No se fíen.
Con ello han activado el mayor peligro al que se enfrentan unos chicos recién salidos del horno para probar suerte con sus carreras. El hartazgo. De estas, no llegamos vivos a Eurovisión. No ha bastado una temporada en la academia. Un run run diario de dimes, diretes e incendios y adhesiones en las redes. No han sido suficientes las pruebas, las selecciones, preselecciones ni el concurso en sí con sus fases previas, eliminatorias y su final. Quedaba esa porción de tarta que te añade kilos de chicha sin limoná. Conviene ponerse ahora a dieta de OT una temporada.
Los artistas millenials debían aprender algo que exploraron algunos grandes de generaciones precedentes: el misterio. A estas alturas, ¿qué detalle de su vida no conocemos de Amaia y Alfred, los novios de España, de Miriam, de Ana Guerra...? Pero resulta complicado hacer entender eso a una camada que ha crecido en una feria de exhibicionismo permanente, con todos sus pasos cronometrados sin espacio a la privacidad, la intimidad, los mundos propios. Porque todo viene compartido en el gran escaparate global de las redes.
Por eso, una de las preguntas que esperan a la vuelta de la esquina es si serán capaces de conformar personalidades propias a lo largo del camino. Amaia parece que tiene cartas para serlo o quizás eso es lo que la ha hecho imponerse sobre el resto. Lo ha demostrado con creces y ha tocado la fibra de todo un país. Necesita ahondar en eso tan antiguo y a la vez tan recomendable que nuestros padres y abuelos llamaban distinción.
Pero con la amenaza de la cargante manía hacia la exposición permanente, raro será que cada uno de ellos encuentren el hueco o el refugio para desarrollarla. O el instinto que conducirá a la futura sabiduría de haberla logrado. En mitad del presente espejismo por el que se mueven y por donde les conducen otros, será difícil que hallen salida en sus propios laberintos. Que encuentren su camino con un poco más de enjundia que la de sus predecesores. Andan de subidón. Pero el secreto de su éxito, lo que les diferenciará como grandes, huye de la homogénea matraca del canon previsible que buscan en la academia.
Hemos escuchado intérpretes callejeros, artistas de metro y voces en las plazas con más singularidades. Las que traían por propia naturaleza se las han ido limando como si de defectos se tratara. La salida no es otra que la rebeldía. Tirar casi todo a la basura, quedarse con la huella de fama que hayan podido cosechar y echar para adelante. Pero sin dar tanto la matraca, por Dios. Que ya cansa.
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