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Adiós al universo provocador y genial de Carles Santos

El compositor de Vinaròs, indefinible agitador de las escenas musical y teatral españolas, fallece de un cáncer a los 77 años

Carles Santos en un concierto en Castellón en 2009.
Carles Santos en un concierto en Castellón en 2009.Ángel Sánchez

El pasado mayo había estrenado en el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) Esquerdes Parracs Enderrocs basada en textos de su amigo Joan Brossa. A pesar del cansancio, hablaba con su entusiasmo habitual, contagioso, de la necesidad de seguir reivindicando el imaginario de Brossa y de los proyectos que tenía al respecto, música, teatro, ópera, performance, instalaciones, cine... como siempre: todo en uno. Ya no será posible. Carles Santos acaba de perder su último round contra el cáncer y lo ha hecho sin aspavientos, en silencio, con esa humildad y esa bonhomía que sabíamos que se escondían tras la exuberancia provocadora de su imagen pública.

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Carles Santos falleció el lunes a los 77 años en su localidad natal, Vinaròs (Castellón). Cerca estaba la pareja de su vida: el enorme piano Bösendorfer Imperial que en los últimos años se había trasladado desde el comedor de su casa (donde ya no cabía nada más) hasta el Auditorio que en esa población lleva su nombre. "Está cerca de casa y lo puedo ir a tocar cuando quiera", explicaba, orgulloso de que su ciudad le hubiera reconocido finalmente como artista. Una ciudad en la que siguió viviendo a pesar de que gran parte de su actividad la desarrollaba desde Barcelona. La autopista era otra de sus eternas parejas, de las que nunca se separó. Y ese gorrito que desde hace ya muchos años tapaba su calvicie.

Resulta imposible definir la personalidad artística de Carles Santos; abarcaba todo lo abarcable en el mundo de la creación y había conseguido que habláramos con naturalidad de un Universo Santos que rompía todas las fronteras, las previsiones, un universo renacentista plagado de sorpresas, de esa desproporción explosiva tan valenciana que te acababa tocando la fibra sensible.

Extravagancia y premios

Todo era posible en el Universo Santos. Un universo personalísimo que poco a poco fue tomando carta de naturalidad en el seno de una cultura poco dada a los sobresaltos. A pesar de ello recogió innumerables galardones, desde 12 premios Max hasta el Nacional de teatro (2001), el Premio Nacional de Música del Ministerio de Cultura (2008) o un par de Premios Ciutat de Barcelona (1993 y 1998). Un universo que no volverá a repetirse. Ya nada será igual sin Carles Santos.

De los clásicos al siglo XX

Había comenzado su vida profesional como pianista en 1961 y, como tal, no se había conformado con interpretar a los clásicos (aunque volver a Schubert, para él, siempre era un placer), su descarada curiosidad le llevó hasta los más profundos recovecos del siglo XX, allí donde casi nadie quería mirar y menos oír. Había estrenado entre nosotros a Cage, Stockhausen y Schöenberg. Y cuando el piano se le quedó pequeño utilizó cualquier otra cosa que estuviera a su alcance (también las inventó cuando hizo falta): el silencio, la voz, el sexo, la imaginería más sorprendente (de Arcimboldo a las fallas valencianas), el sadomasoquismo fetichista, la fideuá... Había llevado el arte de la provocación desde un ring de boxeo en la Kitchen neoyorquina a las salas sinfónicas más respetables del planeta (Liceo incluido), había empujado sudorosamente un piano Ramblas arriba o se había subido de un salto a su tapa, ante el pavor de su dueño, para declamar aquel imperecedero Tocatico tocatà que forma ya parte indisoluble de la banda sonora del posfranquismo cultural. Se había puesto la barretina daliniana para honrar a los héroes de las olimpiadas de Barcelona, había llevado al éxtasis su minimalismo fallero, había desmitificado todo lo indesmitificable (desde el Tirant lo Blanc junto a Calixto Bietio hasta la dinastía de los Borja) o se había rodeado de la parafernalia tecnológica de bricolaje de Cabo San Roque.

Había, había, había... la lista sería interminable porque Santos nunca se repetía y en los últimos años le habíamos visto dirigir teatro sin música ni palabra, interpretar Schubert a cuatro manos en una oscura cava de jazz o hacer la siesta en la puerta de la sala en la que iba a presentar una colección de discos.

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