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tribuna libre
Columna
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El mundo será Tlön

¿Quién nos va a comunicar las noticias en el futuro? Mi nuevo amigo del metro me miró y pronunció una sola palabra: Facebook

Un teléfono con el logo de Facebook detrás.
Un teléfono con el logo de Facebook detrás.EFE

Sentado a mi lado en el metro de Buenos Aires, un hombre miraba la web de un diario. A los pocos minutos, dejó su teléfono y me dijo: “A usted la leo a veces”. Esa situación siempre es incómoda. No se trata de preguntar qué (me) había leído últimamente, porque esa pregunta, tal como lo he aprendido, conduce a la confusión del lector y el leído, salvo que se trate de un estudiante que ha tenido que pasar un examen, en cuyo caso siempre suelo contestar que no es mi culpa haber figurado en esa bibliografía obligatoria que seguramente yo, décadas antes, también habría detestado.

Por tanto, cuando el hombre me dijo que había leído algunas de mis notas (que quizá no hayan sido notas, sino rebotes de intervenciones en medios audiovisuales), quise saber dónde las había encontrado. Silencio. “¿Las leyó impresas en un periódico?”, me animé a preguntarle, “¿o en la web de un diario, un portal de noticias, Facebook, lo que fuera?”. Me dijo que las había leído en su teléfono, sin otra precisión de fuentes.

Vengo de una familia de maestras de escuela primaria y, a veces, el espíritu de alguna de ellas me posee. Mis tías caminaban por las calles del barrio, respondían saludos de varias generaciones de alumnos, preguntaban por la carrera o el trabajo de hijos y nietos, daban consejos educativos o vocacionales y nunca perdían un cierto empaque que se mezclaba con la familiaridad. Hijas de un pobre inmigrante gallego y de una piamontesa que no supo leer hasta que lo aprendió con su familia, habían sido entrenadas para un magisterio permanente, que consideraban una especie de servicio patriótico. Ser maestras fue el camino para incorporarse a la nueva tierra y a la nacionalidad. En esas iniciales décadas del siglo XX, la primera forma de ser argentino era ir a la escuela. Y los primeros libros que entraron a esa casa de inmigrantes fueron los libros de lectura.

Todavía hoy todos los diarios de Occidente están tratando de encontrar el modo de que la web produzca algún equivalente económico al de las noticias impresas

El fantasma pedagógico de esas mujeres habló por mí y me puse a dar explicaciones. Le dije a mi nuevo conocido que probablemente él no sabía lo que costaba producir una noticia para un diario y que todavía hoy todos los diarios de Occidente estaban tratando de encontrar el modo de que la web produjera algún equivalente económico. Seguí como si hubiera sido una de mis tías y me hubieran pedido que ampliara una explicación que, en verdad, nadie había solicitado. Le conté que un diario tiene que pagar (poco o mucho) a editores, cronistas y fotógrafos. Para darle un poco de patetismo a la enumeración, me incluí a mí misma en esa lista de gente cuyo porvenir resultaba amenazado. No quise exagerar con mi ruina inminente y le dije que, por ahora, la web no había prescindido de nosotros gracias a que los dueños de los diarios o las empresas propietarias tampoco querían que el mundo prescindiera de ellos.

A esta altura (por suerte, el vagón del metro estaba casi vacío) el hombre vacilaba entre considerarme una demente o tenerme piedad. Para salir de ese brete, comencé una especie de historia del periodismo en el Río de la Plata. Por supuesto, arranqué con Sarmiento, que publicó centenares de intervenciones en la prensa, un espacio donde su estilo de combate era veloz e implacable. Seguí con José Hernández, que fue periodista toda su vida y no le faltó tiempo para escribir el poema gauchesco Martín Fierro, una de las grandes obras del siglo XIX, que pasó, verso a verso, a las memorias anónimas. Después di un salto (para terminar antes de que el hombre se bajara del metro) hasta Crítica, el primer cotidiano popular moderno en castellano. Le pregunté si conocía el magnífico edificio art déco de ese diario, que hoy pertenece a la policía (deseo que el cambio de ocupante no parezca un símbolo). Recurriendo al deporte, cuyo universalismo transclase es imbatible, le informé (como lo evoca Martín Kohan en su novela Segundos afuera) que el vencedor de la pelea entre Firpo y Dempsey por el ­título mundial de los pesados se anunció, en 1923, con la sirena y los faros del diario Crítica, que recibía las noticias por cable, arcaico antecesor del fax y de la web, bisabuelo de nuestro presente digital y satelital.

Mi amigo se encogió de hombros: la historia era interesante, pero a él no le concernía. Antes de bajarme del metro, ya ridículamente parecida a mis tías maestras, le dije: “Pero entonces, dígame, ¿quién nos va a comunicar las noticias en el futuro?”. Me miró como si la pregunta fuera idiota y él fuera un utopista tecnológico. Pronunció una sola palabra: Facebook.

Con esa palabra, mi nuevo amigo me ubicó en el pasado. Estábamos llegando a la estación y no era momento de decir que yo, en Facebook, clicaba únicamente los links que llevaban a diarios o portales cuyas fuentes periodísticas conocía. Si le hubiera dicho esto, mi pedante arcaísmo quedaba de manifiesto y el hombre habría tenido derecho a pensar: “A esta no la leo más, ¿quién se cree que es?”. En consecuencia, mis editores habrían recibido informes sobre la alarmante disminución de clics en mis notas. Todo por ponerse a dar cátedra en el metro.

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