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Shakespeare y Britten sueñan juntos

Una nueva y brillante producción de 'El sueño de una noche de verano' de Britten dirigida por Netia Jones inaugura el Festival de Aldeburgh

Luis Gago
Un momento de 'Sueño de una noche de verano', de Britten, dirigida y diseñada por Netia Jones en el festival de Aldeburgh.
Un momento de 'Sueño de una noche de verano', de Britten, dirigida y diseñada por Netia Jones en el festival de Aldeburgh.Hugo Glendinning
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Este año se amontonan los recuerdos en Aldeburgh. Aquel festival que soñaron Benjamin Britten y Peter Pears celebra ya su 70ª edición. Y otra cifra redonda –50 años– remite a la fuerza a 1967, el año en que se inauguró The Maltings, un viejo edificio victoriano en el que se malteaba cebada y que el espíritu emprendedor y visionario del compositor y el cantante reconvirtió en una de las más hermosas salas de concierto de Europa. La flamante y vanguardista Elbphilharmonie de Hamburgo, por ejemplo, no deja de ser una hija suya: ambas a orillas de un río, ambas antiguos almacenes industriales mudados en modernos artefactos culturales.

Si hay un lugar en el mundo donde cobre pleno sentido representar la ópera que Britten imaginó a partir de El sueño de una noche de verano de Shakespeare, ese no puede ser otro que aquí. Aunque se estrenó en 1960 en la inauguración de un entonces recién remozado Jubilee Hall, una modesta sala situada en el centro del pueblo, fue asimismo la primera ópera que pudo verse representada siete años después, con medios y aforo redoblados, en The Maltings, un acontecimiento que engalanó la presencia de la misma reina que sigue hoy ocupando el trono británico. Y es imposible no ver en la Isabel I de Shakespeare y en la Isabel II de Britten, aunque separadas por justo cuatro siglos, a sendas “reinas de las hadas”.

El otro aniversario

Ninguna visita a Aldeburgh puede ser completa sin recalar en la Red House, la última residencia de Benjamin Britten y Peter Pears. Allí puede verse estos días una exposición que recuerda que, también hace 50 años, se aprobó en Gran Bretaña la ley que descriminalizó la homosexualidad. Britten y Pears, aunque siempre de manera discreta en el ámbito público, jamás ocultaron su convivencia ni su condición y les gustaba, de hecho, alternar con la aristocracia y la realeza. Pero otros coetáneos suyos corrieron peor suerte y esta pequeña muestra, además de repasar los hitos de la larguísima relación del compositor y el cantante (que descansan en tumbas contiguas en el camposanto de la iglesia de Aldeburgh), o la presencia de la homosexualidad en sus óperas (especialmente Billy Budd), recuerda otras vidas marcadas o segadas por aquella legislación despiadada. Como la del genial matemático Alan Turing, sometido a castración química por cometer un delito de "grave indecencia" (mantener relaciones sexuales en privado con otros hombres) en 1952 y que se suicidaría dos años después. O la del novelista E. M. Forster, que abandonó prematuramente su brillante carrera literaria por su incapacidad para expresar por escrito su irrenunciable sexualidad. O la del dramaturgo y compositor Noël Coward, que sufrió asimismo por verse obligado a vivir como un estigma aquello que para él era inocente y natural. La exposición aporta la perspectiva histórica necesaria para comprender una época que, vista hoy, parece un mal sueño, una pesadilla, pero que fue, para miles y miles de personas, una cotidiana y lacerante realidad.

Curiosamente, tratándose de uno de los más grandes operistas de todos los tiempos y de uno de los compositores que con mayores intuición y talento ha sabido revestir las palabras de música, El sueño de una noche de verano es la única gran obra de Britten basada en un texto de Shakespeare. Poco antes de componerla, había elegido para coronar su Nocturno el Soneto 43 del dramaturgo, aquel que comienza con los versos “Mejor miran mis ojos entornados, / pues cosas ven de día inadvertidas” y se cierra con los oxímoron de un pareado inolvidable: “Los días noches son hasta atisbarte, / las noches claros días al soñarte”. Amor, noche y sueño parecían ya preparar la llegada inminente de la futura ópera, con un libreto pergeñado –también por única vez– por los propios Britten y Pears, que redujeron a tres los cinco actos de la comedia original, simplificaron y reordenaron su trama y que, con excepción de seis palabras, se atuvieron escrupulosamente al texto de Shakespeare, un prodigio de metros, rimas y estilos poéticos diversos.

Por más que se adelgazase su argumento, la ópera cuenta con 19 personajes diferentes, divididos en tres grupos que la música de Britten, con su elección de unos u otros instrumentos para acompañarlos, caracteriza de forma magistral: amantes, hadas y artesanos (aunque el músico rebautizó a los trabajadores manuales o “mechanicals” de Shakespeare como “rústicos”). The Maltings no es un teatro de ópera, sino una sencilla sala de conciertos que conserva sus muros desnudos de ladrillo. El escenario tampoco permite alharaca alguna, a pesar de lo cual Netia Jones ha conseguido hacer creer que toda la trama –exceptuada la última escena– se desarrolla en un bosque encantado, ya que Britten reserva la presencia de la realidad (el palacio de Teseo e Hipólita) para el final mismo de la ópera.

Con un atrezo mínimo –un columpio, un carro con un saco de grano que servirá de cama y almohada a varios amantes–, son una portentosa iluminación, que juega con las sombras, grandes o pequeñas, que proyectan los personajes a uno y otro lado de una gran pantalla, y la proyección casi constante de imágenes en vídeo las que nos trasladan más que creíblemente al interior de este gran sueño, iniciado por los glissandi ascendentes y descendentes de violonchelos y contrabajos con sordina: volverán varias veces en el curso de la ópera componiendo una música somnolienta, que no somnífera. En esas imágenes, diseñadas también por la polifacética Jones, y en casi constante metamorfosis, se ve una fronda espesa y grisácea de ramas, hojas y flores, poblada de animales (un ciervo, una araña, un mono, un búho, una serpiente), que solo veremos verdear cuando por fin se haga de día y regresemos al mundo real. Jones hace moverse a todos los cantantes con precisión milimétrica y Puck (el Coquito de la traducción de Agustín García Calvo) es, como mandan los cánones, un auténtico saltimbanqui y el único al que Britten no hace no cantar, sino recitar sus textos entre pirueta y pirueta. La representación de Píramo y Tisbe del final del tercer acto es desternillante, gracias, por supuesto, tanto al genial tratamiento paródico de las peores y más banales convenciones operísticas del siglo XIX por parte de Britten (escena de la locura incluida) como a la soberbia actuación de todos y cada uno de los cantantes, con mención obligada para el travestido tenor Lawrence Wiliford y el bajo Matthew Rose.

La única vía de agua de una representación ágil, fluida y, en muchos momentos, hipnótica (las gotas de la mágica poción de Oberón tienen siempre un preciso correlato visual en la proyección en vídeo) se encontró en la prestación instrumental, con desequilibrios dinámicos evidentes tanto entre el foso y la escena como en el interior del propio foso. Los instrumentos situados más al fondo sonaron poco (clave) o sin la necesaria nitidez y mordiente (trompeta) y en la dirección de Ryan Wigglesworth faltó a ratos ese empuje y esa vis cómica que sabía imprimir a su partitura Britten al dirigirla y que Netia Jones sí ha conseguido plasmar, en cambio, con verdadera brillantez. Todos los cantantes, elegidos con enorme acierto, rayaron a un altísimo nivel. Iestyn Davies compuso un Oberón inquietante, un manipulador sin escrúpulos, y es un digno heredero de Alfred Deller, el cantante que estrenó el papel y el abuelo (o bisabuelo) putativo de todos los contratenores actuales. Sophie Bevan tendió a cantar demasiado fuerte, aunque con un perfecto dominio de su expuesta coloratura y sus notas agudas. Del cuarteto de amantes destacó la Helena sobria y excelentemente cantada de Eleanor Dennis; extraordinarios –como no puede ser de otro modo en un país como Inglaterra– el grupo de niños que cantan la música de las hadas.

Los Mechanicals, en 'Sueño de una noche de verano'.
Los Mechanicals, en 'Sueño de una noche de verano'.

La última proyección que propone Netia Jones al final mismo de la ópera, y en consonancia con Claro de Luna, uno de los personajes de la farsa precedente de Píramo y Tisbe, es una gran luna, el símbolo nocturno por excelencia. Al salir de The Maltings, ya de noche cerrada, y nítidamente recortada en medio de un cielo milagrosamente despejado, una luna llena y rotunda recibía a los dichosos espectadores sobre el armonioso pasaje de Suffolk. Parecía puesta allí a propósito para la ocasión. Pero esta vez no era un sueño, sino que era real.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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