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muere sergio gonzález rodríguez
Columna
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Alguien con quien ir a la guerra

“Con Sergio González Rodríguez iría a la guerra”, escribió Roberto Bolaño alguna vez. Mucho antes de colaborar con información y sugerencias en la trama de 2666, Sergio ya había demostrado que lo de veras suyo era ir de trinchera en trinchera. En todas sus batallas, documentadas especialmente en la trilogía compuesta por Huesos en el desierto (2002), El hombre sin cabeza (2009) y Campo de guerra (2014, Premio Anagrama de Ensayo) denunció el “régimen de control y vigilancia” impuesto por Estados Unidos, el rol del Estado nacional en las desapariciones forzadas masivas y la “normalización” tecnológica del horror. En tiempos como los actuales, de crímenes impunes y anestesia digital, su repentino fallecimiento significa ni más ni menos que México acaba de perder a quien llegó a liderar una de sus tantas guerras.

Por honestidad intelectual, lucidez política y una valentía que muchos de sus amigos considerábamos el grado cero de la insensatez, Sergio siempre fue, aún desde antes de la publicación de Huesos en el desierto, una influencia decisiva en al menos dos generaciones de narradores y periodistas mexicanos. Nunca suscribió los ideologismos de los partidos políticos y su independencia crítica le valió la enemistad de los comisarios intelectuales de turno. Fue un solitario de alma nómade: de la contracultura y el rock de los ’60 saltó al periodismo cultural, luego a la escritura de largo aliento y finalmente a la especulación geopolítica, todos territorios que atravesó como el cowboy que busca un destino singular y único. Heterodoxo de los que estimulan la creación y el pensamiento, quizá su mayor enseñanza fue la de entender la cultura como un contrapeso a la barbarie, contrapeso que él mismo juzgaba insuficiente y necesario a la vez. No le gustaban los ghettos, tan propios de la intelligentsia local, y su célebre generosidad podía entenderse como la extensión vital y cotidiana de su indudable apertura mental. A su manera de ver, la cultura era un territorio vasto e inabarcable, que pasaba por la libertad y el placer de la creatividad artística (El centauro en el paisaje), la bohemia urbana (Los bajos fondos) y la combinación de sensibilidad, información y arrojo que lo obligaba a oponerse a toda forma de opresión (Campo de guerra). Leía y citaba con idéntico interés los informes desclasificados de la CIA, lo último de Giorgio Agamben, una entrevista al teórico urbano Mike Davis o una apología enloquecida del mago Aleister Crowley. Disfrutaba ser inclasificable de tiempo completo. Era crítico literario, sí, pero también investigador cultural. ¿Novelista? ¿Reportero? ¿Ensayista? ¿Bajista de una banda de hard rock a pesar de sus severos problemas de audición? Sergio era todo eso junto, un modelo unipersonal e irrepetible de intelectual activo y siempre atento a las transformaciones de su tiempo.

Exigente como el buen maestro que era, sus inolvidables regaños constituían una forma del elogio. Su pedagogía iba armada de un látigo: si le hablabas del libro que querías escribir, más te valía que lo terminaras pronto. Detestaba los sentimentalismos, la mojigatería políticamente correcta y los falsos prestigios de los artistas de moda. En alguna vieja entrevista que le hicieron en este periódico habla de “obligar a pensar” a los lectores, y creo que eso mismo hacía con muchos de nosotros, sus amigos. En sus libros deja entrever que el peor pecado imaginable consiste en no abrir los ojos y aceptar la realidad inventada por el Estado, la cultura de masas y la narcosis inducida de las redes sociales. Ahora que extraño al amigo perdido, sé que peor aún será echar de menos al escritor indispensable.

Leonardo Tarifeño es escritor y periodista, su último libro es Extranjero siempre. Crónicas nómadas (Almadía / Producciones El Salario del Miedo).

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