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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La sonrisa escocesa y ¡vivan las cadenas!

Se me queda la sonrisa 'escocesa' del Joker al enterarme de que las encuestas siguen dándole la mayoría a Rajoy

Manuel Rodríguez Rivero
Heath Ledger como el Joker en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008).
Heath Ledger como el Joker en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008).

El hampa escocesa, como muy bien sabía R. L. Stevenson, no sólo era experta en la profanación de cadáveres (recuérdense a los siniestros Fettes y Macfarlane en el relato Los ladrones de cuerpos, 1884), sino que se vanagloriaba de utilizar una peculiar germanía minuciosamente elaborada para designar cualquier eventualidad que pudiera presentarse a sus miembros en el desempeño de sus tareas. Así, por ejemplo, la expresión Glasgow smile (sonrisa de Glasgow) les servía para designar la horripilante mueca que quedaba impresa en el rostro de sus enemigos (polis, delatores, rivales) cuando les propinaban sendos tajos desde la comisura de la boca hasta el centro de las mejillas. Para que lo visualicen mucho mejor: la sonrisa que exhibe el Joker (Heath Ledger) en El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) es un ejemplo perfecto de la glasgow smile. Tengo para mí que los orígenes literarios de tal cirugía facial se remontan a El hombre que ríe (1869), la novela de Victor Hugo que acaba de publicar Pre-Textos (en traducción de Victor Goldstein). Se trata de una historia prolija, barroca, enorme (mil páginas) e inclasificable que desafía a todas luces las reglas esenciales de la novela en un punto fundamental: los personajes son, antes que criaturas dotadas de autonomía y vida (literaria) propia, encarnaciones alegóricas de ideas más o menos explícitas. Permítanme que, sin convertirme en spoiler, les resuma su trama: Ursus (oso), una especie de buhonero y charlatán de amplísima y atrabiliaria cultura, y su perro Homo (hombre) encuentran en su peregrinaje por la Inglaterra del siglo XVII a un niño recién huido de una pandilla de delincuentes “comprachicos” (Hugo utiliza en español ese término inventado); el niño (Gwynplaine), que tiene el rostro mutilado con una mueca que le da la apariencia de estar permanentemente sonriendo, lleva consigo a una bebé ciega (Dea) que había encontrado entre la nieve, arrebujada junto al cadáver de su madre. La novela cuenta la peripecia —si así puede llamarse— de esos cuatro personajes a lo largo de los años finales del siglo XVII y, más tarde, durante el reinado de Ana, cuando los chicos ya han crecido y, dirigidos por Ursus, forman una especie de compañía teatral itinerante que malvive con lo que obtiene representando en pueblos y ciudades dudosos dramas breves de contenido más o menos crítico. La inquietante “sonrisa” de Gwynplaine (el hombre que ríe) —es decir, su deformidad— fascina al auditorio y, más tarde, y una vez producida la inevitable anagnórisis que explicará su origen, provoca la humillante hilaridad de la aristocracia cortesana, blanco principal de la crítica de Hugo. La novela, cuyo difuso mensaje social y revolucionario es a menudo tedioso, resulta, sin embargo, interesante por diversos aspectos que tienen que ver con las fantasmagorías del autor (las arquitecturas fantásticas, por ejemplo); por su interés, típicamente huguesco, por los seres moral o físicamente deformes (recuérdese a Quasimodo), y por los ambientes nocturnos y góticos, tres características presentes también con distinta intensidad en Los cantos de Maldoror, que Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, publicó en París en el mismo año. En cuanto a la “sonrisa de Glasgow” (que en la primera versión cinematográfica de la novela, dirigida por el expresionista Paul Leni en 1928, exhibía el gran actor Conrad Veidt), les aclaro que para hacerse acreedor a ella no siempre es necesario que a uno le den un tajo con una faca o fragmento de cristal: a mí se me ha quedado permanentemente una estupefacta y monstruosa mueca de oreja a oreja al enterarme de que, después de lo que hemos visto y vivido, las encuestas siguen dándole la mayoría a Rajoy. Como decían nuestros simpáticos absolutistas al regreso del rey Felón (1814),¡vivan las caenas!

Mujeres

Confieso con vergüenza profesional que lo único que hasta la fecha había leído del navarro (y catalán de adopción) Gregorio Luri (Azagra, 1955) era una brillante Introducción al vocabulario de Platón publicada, creo, por la editorial sevillana La Isla de Siltolá, que no veo muy citada en sus bibliografías más recientes. No conozco, en cambio, ninguno de sus ensayos sobre educación que le han dado más reconocimiento público, ni tampoco su más reciente¿Matar a Sócrates? (Ariel, 2015). Como lo había clasificado torpemente como filósofo y pedagogo, me extrañó ver su nombre en la cubierta de El cielo prometido. Una mujer al servicio de Stalin (Ariel), en la que también aparece, en letra más pequeña, el paratexto aclaratorio “La historia de la familia Mercader” (por cierto, un experto en mercadotecnia juzgaría excesiva la cantidad de mensajes de la tapa). En realidad, el estupendo ensayo biográfico (a pesar de cierto desorden expositivo, producto quizá de la presión de una amplísima documentación testimonial) es, a su manera atípica y nada intimidante, una reflexión histórica (y filosófica) con vocación pedagógica. La mujer, afirma Luri con lucidez, “fue la gran sorpresa de la guerra española”, y eso también quedó claro para los fotógrafos extranjeros, que, fascinados por la novedad, tomaron innumerables placas de milicianas y combatientes revolucionarias ataviadas con el mono que publicaron profusamente los diarios de la época; mujeres, en todo caso, a las que el formidable trueque de valores morales a que dio lugar la República había liberado de las ataduras que constreñían su libertad: la Iglesia, la obediencia paterna o conyugal y el “sentido del decoro” socialmente impuesto. El cielo prometido es, por tanto, muchas cosas. En primer lugar, una apasionante biografía de la matriarca y jefa de clan Caridad Mercader —un personaje cuya resonancia política y repu­tación van mucho más allá de ser la madre del asesino de Trotski—; en segundo lugar, un retrato de grupo (necesariamente incompleto e impresionista) de un conjunto de enigmáticas mujeres comunistas —mayoritariamente jóvenes surgidas de las clases medias cultas que abrazaron el comunismo en su versión estalinista en pleno ardor revolucionario—, y entre las que figuran África de las Heras, Paulina Odena, Marina Ginestà o Lena Imbert, de cuyas peripecias y avatares el lector se queda con ganas de saber más. Y por último, un telón de fondo del comunismo español de la época, en el que se destaca la ejecutoria de algunos de sus dirigentes propios y foráneos, de sus intrigas y venganzas, de sus luchas intestinas, de sus fabricadas denuncias de revolucionarios antiestalinistas, de su feroz dogmatismo, pero también de su organización, determinación y coraje. Luri se interroga, a su manera, sobre la “ilusión del comunismo” y, de modo especial, sobre lo que considera “el mayor escándalo intelectual del siglo pasado”, es decir, la “sumisión gozosa” de muchos intelectuales a la tiranía. O dicho al modo de Albert Camus: del letal abrazo de muchos intelectuales “cansados de su libertad” a doctrinas y líderes dispuestos a acabar con ellas en aras del cielo (en la tierra) prometido.

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