Hablar castellano en todos los idiomas
Solo nos acordamos de los traductores cuando nos dicen que 'El gran Gatsby' y 'Madame Bovary' deberían titularse 'Gatsby el Magnífico' y 'La señora Bovary'
“Hablo ruso en todos los idiomas”, decía el filólogo Roman Jakobson, que llegó a manejarse en 15 lenguas. A los lectores españoles nos pasa algo parecido pero al revés: a veces se diría que toda la literatura universal se ha escrito en castellano. Toda menos el Quijote, claro, que como sabemos es una traducción del árabe a partir del original de Cide Hamete Benengeli (o Berenjena). De otra forma no se entiende que en un tiempo que otorga —con justicia— la condición de artista a muchos pinchadiscos y manda cocineros a la Documenta de Kassel seamos tan rácanos con los traductores.
Aunque hay editoriales que reproducen su nombre en la cubierta de las obras que han traducido (entre otras, Acantilado, Alfaguara, Impedimenta, Nórdica, Sexto Piso, las de poesía…) y alguna incluso les ha dedicado una biblioteca (Alianza), lo habitual es que no tengan el reconocimiento que merecen. Sobre todo si tenemos en cuenta que por sus manos pasa aproximadamente el 30% de los títulos publicados cada año en España (y, seguro, más del 30% de nuestra educación sentimental).
La excusa suele ser el diseño: no cabe todo. Pero que el nombre de su traductor no aparezca en la cubierta de un libro es algo así como si en la portada de de las Variaciones Goldberg de Bach no cupiera el nombre de Glenn Gould. ¿Cómo podemos olvidarlo sin despreciar la influencia que han tenido, incluso sobre aquellos que no los han leído, obras como Las mil y una noches, la Odisea o la Biblia? Cuál no sería el poder de esta última cuando durante siglos estuvo prohibida su traducción a las lenguas vernáculas. Traducir es, sobre todo, leer. Y leer es interpretar: si no lo haces tú, alguien lo hará por ti. Si hace falta, a degüello. Hasta los dogmas nacen en ocasiones de un error de traducción o de una traducción interesada. Es conocido, por no salir de la Biblia, el provocado por la versión griega del Antiguo Testamento, la mítica Septuaginta. Al hablar de la madre del futuro Mesías puso virgen donde el original hebreo decía simplemente doncella, muchacha, mujer joven. Si pensamos que el griego era algo así como el inglés del siglo III antes de Cristo, entenderemos su papel en la propagación (y hasta en la propaganda) de lo que hasta entonces no era más que el texto sagrado de 12 tribus de Oriente Próximo.
De los traductores, eso sí, nos acordamos cuando alguno señala que llevamos décadas titulando mal un libro clásico, es decir, que La metamorfosis debería ser La transformación (según Jordi Llovet); Madame Bovary, La señora Bovary; Los monederos falsos, Los falsificadores de moneda; Bel-Ami, Buen amigo (según, en los tres casos, María Teresa Gallego Urrutia); La tierra baldía, La tierra gastada (según Joan Ferraté); o El Gran Gatsby, Gatsby el Magnífico (según Ramón Buenaventura).
Por otro clásico, Einstein, sabemos que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio, pero ponemos el grito en el cielo cada vez que un sabio viene a tocarnos las costumbres. Por supuesto, olvidamos que durante décadas llamamos a Dickens, Carlos, y a Nietzsche, Federico. Nunca es tarde para entrar en razón. Mañana se falla el Premio Nacional de Traducción, una jornada efímera que se parece al día de las enfermedades raras. Algo es algo. Dicen que la ignorancia se cura. Lo que no se cura es la indiferencia.
Babelia
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